Escrita de 1975 a 1979 por Keiko Nagita, e ilustrada por Yumiko Igarashi, “Candy Candy” alcanzó con estela de dolor a sus autoras, quienes se sumieron en una disputa legal que tiene prohibida su reproducción en cualquiera de sus formatos en Japón y el resto del mundo.
Pero la fuerza de los avatares amorosos de la adolescente Candy rompe cualquier barrera: se pueden ver capítulos enteros en Internet o en las retransmisiones que reiteradamente se hacen en España, América Latina y Europa. En Italia se le puso un final feliz a la saga televisiva y en México la serie completa es vendida en Tepito, con el mismo éxito que las versiones pirata de “Lost” o “24”.
Heredera en su desdicha de la novela realista del siglo 19 –incluso más que de la novela romántica que le antecedió–, juega con el melodrama pero se sabe escapar del final previsible, se mete en los vericuetos de la tragedia moderna, donde los protagonistas pagan sus culpas y terminan inmersos en la infelicidad.
“Comencé a ver ‘Candy Candy’ a los doce años. Para mi edad esa historia de amor era muy fuerte. Pero me enseñó algo terrible, que en el amor siempre se sufre”. Así resume una joven mercadóloga la escuela del amor sin consumarse que dejó la serie entre cientos de miles de adolescentes que la vieron, primero en Japón a finales de los años setenta y después, hacia finales de la década siguiente, en los cinco continentes.
Estamos en el año 1898. Una bebé es abandonada en la nieve con una muñeca en brazos llamada Candy: lo cual le dio nombre y destino. Otra recién nacida también es abandonada y ambas, Annie y Candy, son llevadas a un orfelinato en Michigan. De las infinitas rivalidades que enfrentará Candy, Annie encarna la primera, ya que es elegida para ser adoptada por una familia opulenta.
Candy se queda hasta los doce años en ese lugar hasta que es adoptada como dama de compañía de la niña Eliza Leagan. Eliza y su hermano Neil le harán la vida imposible hasta el final de la historia. En un itinerario de esfuerzos admirables por sobrevivir, Candy se enamora del Príncipe de la Colina a quien sólo vio una vez, luego conoce a su amor de pubertad, Anthony Brower, quien por supuesto muere frente a ella al caer de un caballo, y finalmente se enamora de Terry Grandchester , el coprotagonista, hijo ilegítimo de una actriz innombrable y un millonario inglés.
Otra admiradora de la serie dice para Reporte Indigo que “Terry nos gustaba porque es un outsider. Va a un colegio de paga y se escapa, se embriaga y rompe todas las reglas. Trae el cabello largo, me recuerda otro amor de mi vida, a Viggo Mortensen, que es Aragon en ‘El Señor de los Anillos’. Una adora a los rebeldes”.
Candy y Terry viven un amor irresoluto. El la besa por sorpresa la primera vez y ella lo abofetea. La escena es un clásico en las páginas Web. Después de mil peripecias, ambos se reencuentran, pero Terry tiene una novia actriz que pierde una pierna por salvarle la vida. A consecuencia de eso, renuncia a Candy para casarse con su salvadora. Ahí Candy puede repetir lo que dijo antes: “Ojalá pudiéramos ser viento y volar a alguna parte”. Dos seres infelices, pero que cientos de fans hacen dichosos recomponiendo finales que cada día son subidos a la Red.
Actualmente se pueden ver en YouTube las entrevistas que las fans le han hecho al actor Andrés Turnes –con gritos de adoración como si fuera el mismísimo Terry Grandchester– ya que fue quien le prestó su grave y seductora voz en la versión argentina, que es la que se ha transmitido desde 1980 en la televisión mexicana.
El final italiano sitúa en Nueva York, el reencuentro de Candy y Terry. El final en el resto del mundo, en la tierra de los amores desgraciados, pero con una salvedad: hay muchas Candys que –como nuestras entrevistadas– a pesar de las adversidades, son ejemplares en su lucha por la vida.