El hombre sin rostro

Conforme envejezco, o maduro, que es otra forma más dulce de acercarse a la muerte, me he dado cuenta que la vida, ese trayecto de aproximadamente 70 años, ciega en la pirotecnia. Y algunos vamos ciegos por la vida, viendo una y otra vez las luces en el cielo. 

Aquellas luces alcanzan la cúpula porque alguien se atrevió a poner el fuego cerca de la mecha. Pero en la caja de proyectiles siempre se quedan guardados los más potentes, estruendosos, cegadores: los más peligrosos.

Guillermo Jaramillo Torres Guillermo Jaramillo Torres Publicado el
Comparte esta nota

Conforme envejezco, o maduro, que es otra forma más dulce de acercarse a la muerte, me he dado cuenta que la vida, ese trayecto de aproximadamente 70 años, ciega en la pirotecnia. Y algunos vamos ciegos por la vida, viendo una y otra vez las luces en el cielo. 

Aquellas luces alcanzan la cúpula porque alguien se atrevió a poner el fuego cerca de la mecha. Pero en la caja de proyectiles siempre se quedan guardados los más potentes, estruendosos, cegadores: los más peligrosos.

Zacarías Jiménez (Río Verde, San Luis Potosí) estuvo guardado en la caja de proyectiles. Dudo que a alguien sensible, instruido en el arte de la palabra –o mero consumidor de literatura– le haya pasado de noche el tono, el ritmo y la presencia de su obra. 

Sigo sin explicarme el por qué de la tardanza de la edición de sus cuentos. Tengo dos opciones, lector, para pensar el motivo de este acto: Jiménez es un hombre tímido (lo es); la mafia literaria de Monterrey le tiene miedo (lo es). Mientras narradores como Eduardo Antonio Parra, David Toscana y Hugo Valdés Manríquez (tríada divina norestense) cuentan con libros bien colocados a nivel nacional e internacional, Jiménez (el mayor de estos tres) apenas alcanzará a presentar en esta parte olvidada de México, Monterrey, un extracto de su obra narrativa. 

Jiménez no le debe nada a los artistas regiomontanos. 

En “Nostalgia de la sombra”, Parra cuenta la historia de un ex corrector de estilo de un periódico local que se ve arrojado a las calles por el destino. En esta historia, centrada en gran parte en el centro salvaje de Monterrey, el Río Santa Catarina es un edén perdido, las mujeres son sabias, los piojos son eternos y el alcohol un premio: si uno conoce a Jiménez, pareciera que la novela habla de él. 

Sin embargo, existe una gran diferencia entre Parra y Jiménez, y no me refiero a la altura y corpulencia física, sino a la experiencia. Jiménez ha convivido con vagabundos, borrachos y policías engolosinados con el maltrato al prójimo; Parra ha conocido estos hechos a la distancia y con gran maestría los cita en la novela; pero ¿qué no sería más sabroso escuchar el relato en viva voz del más viejo de la tribu?

Toscana es un gran contador de historias. Un autor que, como otros tantos, edifica una obra a partir de las curiosidades o particularidades de sus personajes: cirqueros, campesinos de Icamole, estudiantes cegados por el patriotismo de su profesor, periódicos cansados de publicar niños y niñas desaparecidos. Tal vez Jiménez cuente otras historias menos “inocentes” y más sangrientas que Toscana.

Lamentable que ambos hombres no tengan la oportunidad de beber una amarga cerveza en la esquina más iluminada de “El Lontananza”. 

Toscana es un maestro; Jiménez da la voz exacta a los hombres que Toscana ve de paso en “Los puentes de Königsberg”. Jiménez es un narrador de diálogos, picantes y dulces que harán llorar a quien pose sus ojos en ellos.

Valdés es un esteta –estoy hablando de “The Monterrey News”– que  juega con el tiempo histórico de Monterrey, convirtiendo esta novela en una estampa o ejercicio literario similar a “La región más transparente” de Carlos Fuentes, pero con geografías distintas: la Avenida Hidalgo o Padre Mier sustituirán al puente de Nonoalco o Bucareli. Las pretensiones de la sociedad regiomontana aparecida aquí: el clero, la clase alta, los marginados, los artistas, los perdedores, los políticos, son tema de conversación en escenas de Jiménez. 

Los personajes retratados por Parra, Toscana y Valdés conversan o son conversados en las geografías salvajes de Zacarías. Hombres hablando de política y derechos humanos en el “Bar Nuevo Bristol”; mujeres sufriendo las manos frías de los violadores en un tren rumbo a Torreón; familiares disputándose una herencia en pleno desierto norestense, a patadas y mordidas. 

Jiménez entrega su sangre en los diálogos de sus personajes para dejar que ellos sean la razón de ser del texto. La ciudad, pública o privada, ya sea en las calles de lo que él ha denominado “El triángulo de la muerte” (Colón, Pino Suárez y Reforma), o en el interior de la cantina (sitúela usted en estas mismas coordenadas) es el barco, el corcel, el camión urbano donde se traslada la historia. Los motivos de Jiménez son la sangre, y con esto aleje de su mente, lector, la violencia por la violencia misma. 

En sus historias vive un hada, la de la dulzura que apenas los que hemos estado cerquita del atraco, del gendarme, la granadera o la penitenciaría podemos saborear. Es el tema de la esperanza, cruda y real de un mundo encabronado con sus habitantes. 

Es ahí donde este autor, quien como ya he mencionado tardó para que alguien se atreviera a encender su fuego, abreva. Existe una esperanza en la vida cuando un maleante se detiene en el acto de quitar la vida al otro, simplemente porque en el brillo de los ojos de su víctima ha aparecido un gesto humano que trasciende los tiempos: el gesto de la incomprensión.

Sirva este ensayo para edificar la figura de Zacarías Jiménez como la de un escritor de cabo a rabo, parte íntima del cuerpo humano que Zacarías nunca ha escondido entre las patas. Todo lo que lleva a su boca, bebida o comida, llega a él mediante sus esfuerzos literarios: corrector de estilo, editor de textos, mecánico de garrafales errores estilísticos, cuentista por encargo, amadísimo maestro de taller literario, depositario de conocimientos y actitudes de vida elogiables entre los amigos. Si encumbro a Jiménez es porque todos defenderemos siempre a nuestro padre, y José Zacarías Jiménez Méndez es el padre literario que me queda vivo. 

Y este hombre es dadivoso, no se detiene en el acto de adoptar más y más hijos perdidos. 

Apúntense la lectura de un autor que los dejará riendo, o llorando a carcajadas porque esta perra vida se ha vivido tan rápido, que no hemos reparado en que pronto, muy pronto, la gran feria cerrará sus puertas. Entonces nos llegará la nostalgia, la ira o el miedo. Y nos veremos otra vez en la cantina, en la iglesia o a bordo de un tren interminable recorriendo los momentos más significativos, los que queremos comunicarle a los más jovencitos. 

Síguenos en Google News para estar al día
Salir de la versión móvil