El Templo del Pueblo y el suicidio masivo de 900 personas que aún conmociona al mundo
Una multitud bebió cianuro por ordenes de un individuo quien aseguraba que las fuerzas del capitalismo acabarían con un sueño en la década de los setentas
Fernando FrancoHablar del Templo del Pueblo es referirnos, de tajo, a una de las mayores masacres de ciudadanos estadounidenses congregados en un sitio específico, tan sólo superada por los ataques terroristas que derrumbaron las torres gemelas en Nueva York el 11 de septiembre de 2001, dejando a 3 mil personas muertas.
El Templo del Pueblo, que a ciencia cierta no se sabe si se trataba de una secta, una comuna o un grupo cegado por la influencia de su líder, se formó un lejano 1950 cuando Jim Jones, antecediendo la efervescencia hippie que se consolidaría en 1968, formó una comuna en donde todos eran bienvenidos, lejos de la segregación racial y los estereotipos propios de la época.
Todo era paz y felicidad en un gran terreno de Indianápolis, en un inicio, y después en California, en donde más adeptos se fueron sumando a esta organización cuyas tres cuartas partes eran afroamericanos, aquellos excluidos que fueron bienvenidos, en tiempos de segregación, por un blanco y su familia quienes lejos de humillarlos los servían y protegían.
Sin ser una religión establecida, como las que pululan en el vecino país del norte, la congregación tenía un ideal claro promovido e inculcado férreamente por Jones: la aversión al capitalismo salvaje, la defensa del socialismo gestado, por ejemplo, en la Unión Soviética, y el odio hacía los espías de la CIA los cuales, pensaba, los rondaban continuamente.
Ante el crecimiento del grupo, los enemigos del sistema establecido que su líder iba ganando debido a “sus ideas estrafalarias” y el azote de los medios, que veían en él una amenaza para la paz estadounidense, el Templo del Pueblo tuvo que mudarse y decidió hacerlo al lugar más alejado en el cual se hablara inglés y estuviera en el mismo continente: Guyana, una excolonia británica que se ubica cerca de Venezuela.
Por increíble que parezca, cerca de 900 estadounidenses abordaron aviones y con la premisa de un mundo mejor, comunal y en donde todos tuvieran cabida, se trasladaron al lugar selvático, en donde los mosquitos siempre eran un problema, para levantar con sus propias manos casas y campos de cultivo para su supervivencia… Todo parecía ir viento en popa.
Una vez instalados, los adeptos de Jones bautizaron el lugar como Jonestown. De acuerdo con testimonios de algunos periodistas que viajaron al lugar, el panorama era desolador pues en su fundación (1975) la insalubridad y desnutrición reinaban, además de que su líder adoptaba, con mayor recurrencia, una postura anti-todo… A los mismos periodistas los acusaba de ser espías enviados por la CIA para acabar con su utopía.
“Jonestown es un lugar dedicado a vivir por el socialismo, por la equidad económica y racial. Estamos viviendo de una forma común increíble”, se escucha decir a un Jones emocionado en una cinta que en la década de los ochentas dio a conocer el FBI.
Aunque en un inicio la penuria era visible, con los primeros cultivos, la compra de ganado y algún dinero que se iba recolectando Jonestown fue levantándose. Más de mil personas habitaban en este territorio en donde la casa más grande, por supuesto, era la de Jones.
LA GOTA QUE DERRAMÓ EL VASO
1978 todavía es recordado en Estados Unidos como uno de los años más fatídicos que la nación haya vivido.
Más de 900 de los ciudadanos de ese país estaban en Guyana, lo que despertó la preocupación de uno de los representantes del pueblo, el legislador Leo Ryan quien, contra todos los pronósticos, viajó a ese lugar para constatar las condiciones de vida de sus ciudadanos. Contra lo que se pensase Jonestown no era un lugar cerrado y cualquiera podía salir y entrar como y cuando quisiera.
Tras la visita de Ryan, quien pasó algunos días hospedado en un hotel del selvático lugar, el discurso de Jones se radicalizó al ver en su huésped un peligro para su comunidad a la cual, en una reunión secreta, cuando el legislador dormía, llamó a combatir y, de paso, preparase para el golpe final, pues era claro que el Estado los quería destruir.
El 18 de noviembre el legislador Ryan decidió terminar su visita a Jonestown y en su discurso de despedida hizo una invitación a quien quisiera marcharse con él a abordar su avión. Fueron algunos miembros de la comuna los que aceptaron la invitación; en la aeronave también viajaban tres periodistas.
A mitad del camino, por sorprendente que parezca, los miembros del Templo del Pueblo que viajaban en el avión sacaron armas de fuego de entre sus ropas, aleccionados por su líder, y dispararon contra todos. La tripulación logró aterrizar en Kaituma, localidad de Guyana, pero ya era demasiado tarde, el congresista y los periodistas habían muerto y tras darse a conocer la noticia en Estados Unidos, el escándalo se desató.
ANTE EL ATAQUE, MEJOR LA MUERTE
Tras el cruento ataque, Jones congregó a sus seguidores y altavoz en mano advirtió sobre la inminente venganza del imperialismo y las acciones a seguir.
“Por el amor a Dios, ha llegado el momento de terminar con esto, hemos obtenido todo lo que hemos querido de este mundo. Hemos tenido una buena vida y hemos sido amados. Acabemos con esto ya. Acabemos con esta agonía”, pronunció.
Acto seguido, su personal más cercano comenzó a repartir cientos de frascos llenos de cianuro que todos comenzaron a beber, niños incluidos… Todo ocurrió en minutos; más de 900 personas se desplomaron al instante, convulsionándose… la masacre había sido perpetrada.
Las imágenes que poco después difundió el FBI son francamente aterradoras: los cientos de cadáveres esparcidos por el campo parecían no tener fin.
El temible líder no bebió cianuro pero sí murió por un disparo que él mismo se propinó de su preciada escopeta, esa que sólo utilizó una vez. Todo ocurrió en un triste 18 de noviembre de 1978.
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