El disco debut más ovacionado hace un par de semanas en el Reino Unido bien podría haber sido grabado en 1958.
Sus canciones parecen haber sido grabadas en una época mono previa a la explosión multicolor de The Beatles. Eso es gran parte del encanto de Jake Bugg, un joven cantautor que por edad debería ser contemporáneo de Justin Bieber (es tan solo un día mayor que el canadiense), pero por sonido parece más serlo de Buddy Holly y… (¡gulp!) Bob Dylan.
Su homónimo disco debut está lleno un protorock rudimentario pero altamente efectivo. “Taste It” es casi como el sonido skiffle con el que Jimmy Page empezó a tocar como adolescente en los 50, antes de convertirse en un monstruo de la guitarra.
Bugg es un joven de clase baja de Nottingham que nunca había salido de su país previo a la creación de este disco, realidad que describe en la ocurrentemente obscena “Two Fingers”. Una verdadera oda al poder del escapismo que tiene la música. El grito de “I got out, I got out” es un sonido victorioso ante la realidad que formó a Jake Bugg.
Su ascenso se hizo más pronunciado en los Olímpicos por un golpe de suerte. “Lightning Bolt” se convirtió en el himno no oficial usado para transmitir las hazañas de Usain Bolt en el estadio olímpico londinense. Una prueba de la importancia de darle un buen nombre a las canciones.
A partir de allí el reconocimiento público ha sido constante, incluso de parte del crítico de música pop más mordaz de Inglaterra: Noel Gallagher.
Bugg ha escrito 14 canciones con una calidad vintage instantánea. El poder de ellas está en su aparente simplicidad sonora que contrasta con la capacidad de observación que Bugg coloca en sus letras, algo que dice haber aprendido al estudiar las composiciones de Alex Turner de Arctic Monkeys.
Su primer álbum es un poderoso documento de una vida difícil. Es una cápsula del tiempo que bien pudo haber sido enterrada en los 50 y que apenas estamos descubriendo 60 años después. Es música atemporal que siempre es bien recibida.