La historia de Pancho Valentino, el luchador mexicano que por una limosna mató a un sacerdote

El luchador de la década de los cincuentas pasó a la historia, más que por sus actuaciones en el ring, por un crimen que horrorizó a católicos y sociedad en general
Fernando Franco Fernando Franco Publicado el
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Las Islas Marías, el paradisiaco archipiélago localizado en el Pacífico mexicano que por años funcionó como prisión, tuvo entre sus “huéspedes más distinguidos” a un luchador, cuyo rostro pasó de las revistas deportivas a las de La Prensa y demás publicaciones “amarillistas”.

De luchar al lado o contra la leyenda plateada, El Santo, José Valentín Vázquez Manrique, pasó a delinquir, acumulando un récord de detenciones en la década de los cincuentas en la prisión de Lecumberri: 15 por delitos que iban desde lesiones y violaciones hasta trata de blancas y usurpación de funciones.

Pancho Valentino, como era conocido en el ambiente de la lucha libre mexicana de mediados del siglo XX, que estaba por iniciar su “etapa de oro”, nació una helada mañana de 1919, en Pachuca Hidalgo.

El sueño de un joven Valentín era convertirse en torero, no obstante, el destino y su gusto por “los trancazos” y el deporte lo llevaron a inmiscuirse en la lucha libre, en donde, encontró, fugazmente, una salida a sus problemas, uno de los principales, según él mismo decía, era la pobreza.

DE LOS RINGS A LECUMBERRI

En realidad, aunque luchó con grandes estetas que iban despegando en el arte del catch en 1950, Pancho Valentino nunca brilló. Era fuerte pero torpe de movimientos y cierta desesperación lo hacía perder la estética y elasticidad que en el deporte de las llaves y contra llaves se necesita.

Quizá desesperado por no despegar, Valentino comenzó a delinquir para obtener algunas monedas y mantener a sus cuatro hijos, los cuales procreó con distintas mujeres, lo que lo llevó a ser un “huésped” habitual de Lecumberri.

Fue en los fríos y húmedos pasillos de la prisión donde el luchador conoció a Pedro Vallejo, “El México” y a Rubén Castañeda Ramos “El Boxeador”, con quien daba una que otra cátedra de lucha libre en el patio.

Cansado de ser pobre, Pancho ideó un plan para cuando saliera de la cárcel después de escuchar una anécdota de uno de los presos, el otrora novillero Ricardo Barbosa Ramírez, quien aseguraba ser el ahijado de un cura millonario que guardaba 2 millones de pesos en la Iglesia donde oficiaba.

El novillero se jactaba siempre, en las pláticas del patio de Lecumberri, que el sacerdote, llamado José Moll, descendiente de portugueses, le había pagado un viaje a Europa y regalado 5 mil pesos para sus gastos. Valentino, al escucharlo, moría de envidia, pero también fraguaba lentamente un plan.

DE LECUMBERRI A LAS ISLAS MARÍAS

El plan, al final fue fraguado por otro peso de Lecumberri, Pedro Linares Hernández, “El Chundo, quien era considerado en la cárcel como “el inteligente” para esas cosas.

Cuando salió de Lecumberri, “El Chundo” comenzó a visitar la Iglesia donde oficiaba el padre José Moll. Iba a misa los domingos y siempre que pasaba junto a un perro guardián que se encontraba en el patio le daba una galleta, un pedazo de carne, para ganarse su confianza.

La noche fría del 9 de enero de 1957, con su equipo conformado por Valentino, “El México” y el joven novillero ahijado del cura, “El Chundo” emprendió el camino en un Buick 1950 de Tepito a la colonia Roma, específicamente a la calle de Chiapas, donde se encontraba ubicada la Iglesia de Fátima.

El primero en caer esa noche fue el perro guardián, quien al ver a “El Chundo” salió corriendo y moviendo la cola sólo para recibir un pedazo de carne con veneno. La desgracia se hacia presente en la colonia Roma.

Una vez adentro, los rufianes la emprendieron contra el padre a quien amarraron y torturaron para que confesara dónde se hallaban los dos millones de pesos. Tras negar tener tal cantidad de dinero, el luchador mexicano, desesperado, loco de furia, le aplicó un candado al cuello que le arrancó el último aliento.

Cuando prendieron las luces de la casa del templo, aún con el rostro ensangrentado y parcialmente desfigurado, el joven novillero pudo darse cuenta de que habían herrado y que habían cortado la vida no del portugués de los 2 millones de pesos, sino de su ayudante, otro padre de origen español llamado Juan Fullana Taberner.

El caos se apoderó de los delincuentes, quienes tras buscar por toda la iglesia y casa sólo pudieron hallar lo juntado en las cajas de las limosnas, unos 4 mil pesos y algunos objetos de oro. El botín no le alcanzaría ni a Pancho Valentino, ni a los demás, para salir de la pobreza.

ENCIERRO Y DESENLACE FATAL

El caso acaparó las primeras planas de los periódicos que circulaban en el entonces Distrito Federal en 1957 (año del crimen), principalmente La Prensa, cuyas notas remataban con la condena social que implicaba el haber matado a un cura para quitarle las limosnas.

Como la condena era generalizada, a las autoridades no les quedó de otra que acelerar las investigaciones para dar con el paradero, primero, de Pancho Valentino, quien fue capturado en un pueblo llamado San Isidro, ubicado en Querétaro, mientras planeaba trasladarse a Reynosa, Tamaulipas, con el más pequeño de sus hijos, el cual había arrebatado a su madre.

Al otrora luchador, aquel al que los reflectores de las arenas de diversos estados de la República y la capital deslumbraban, le dieron 33 años en Lecumberri, prisión de la que intentó escaparse en varias ocasiones, hasta que decidieron mandarlo a Las Islas Marías.

Islas Marías

Pancho Valentino murió una tarde cálida de otoño de octubre de 1977 cuando sufrió un ataque de epilepsia, producto de los golpes en la cabeza y desnucadoras que le aplicaban cuando era luchador.

Valentino quedó inconsciente en el piso, temblando, para ahogarse, finalmente, en su propio vómito, en el centro de un circulo formado por celadores y presos que ante los rayos de la luz, que los cegaban parcialmente, no supieron jamás cómo reaccionar.

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