Ricardo Elizondo: El poder ilimitado de la palabra
La memoria nos devuelve las mejores imágenes de Ricardo Elizondo.
Su carácter alegre, su sarcasmo, sus ganas de hacer todo lo propuesto y su inmensa responsabilidad ante lo que consideraba un deber: rescatar a los suyos, conservar la voz de sus abuelos, admirar los paisajes agrestes del desierto del noreste, encumbrar a los humildes huizaches y hablar como se debe, “aunque me digan ranchero”, decía.
Norma GarzaLa memoria nos devuelve las mejores imágenes de Ricardo Elizondo.
Su carácter alegre, su sarcasmo, sus ganas de hacer todo lo propuesto y su inmensa responsabilidad ante lo que consideraba un deber: rescatar a los suyos, conservar la voz de sus abuelos, admirar los paisajes agrestes del desierto del noreste, encumbrar a los humildes huizaches y hablar como se debe, “aunque me digan ranchero”, decía.
Su obra literaria, de tan local, logró colocarse en el escaparate internacional. Ricardo era respetado, invitado por la Unesco, consultor de la Enciclopedia Británica y gozó todos los viajes. Disfrutaba igual caminar por los campos de Los Ramones, como viajar de lujo a Alejandría.
Su entusiasmo era contagioso. “Se organizó la Trouppe” y emprendía las vacaciones a Cuba o a donde pudiera formarse un grupo con sus muchísimos amigos. Gozó la vida y trasmitió su enorme conocimiento hasta en la plática más banal. Le gustaba lo trivial y lo culto, no había tema que no pudiera seguir, ni faltaba nunca la anécdota oportuna. Se reía mucho, siempre.
Las escenas que lo retratan regresan. La inolvidable tarde en su casa norestense atrás del Parque España. Pláticas interminables y la música. Qué selección, y qué organización tenía Ricardo en su grabadora de carrete. Recorrimos los 50, 60 y 70. De Los Beatles a Vianey Valdés y claro que también Los Panchos, los Tres Calaveras y las Grandes Bandas. Recreaba el ambiente con perfumes rescatados de no sé dónde: “Este de violetas lo usaba mi mamá en los 50” y la música de la época inundaba la comodísima sala en el tercer piso mientras preparaba bebidas con ginebra. El ambiente sesentero se podía sentir mientras me contaba la novela en proceso, ubicada en esa época.
Fue un privilegio. La tarde terminó en noche mientras se instalaba un mercado en el parque que veíamos por la terraza. Su imaginación no tenía límites y comparaba un zoco marroquí con el más ordinario tenderete regiomontano. Los aromas de la venta de comida llegaban y con su narrativa yo podía ver, claramente, un bazar africano. El poder de la palabra, de su palabra, no tenía límites.
La imaginación, las escenas transformadas, sus iconografías plantadas en la conciencia y los ambientes que creaba, eran únicos. Sentado frente a mi escritorio, en la oficina del Palacio federal, dándome lecciones de prudencia, de astucia, de aprender a medir, de aprender a observar. Ricardo era un sabio, y era tan generoso que compartía todo, obsequiaba su humor, su cinismo, sus burlas con tanta clase, su dignidad, su sensibilidad sin límites. Y por supuesto que siempre era él. Era feliz en “El Granero”, el “Luisiana” o en “El Rubio” comiendo torta de lengua o la ensalada de pollo old fashion del Manolín de la Calzada Madero.
Era un explorador de sabores, rescataba la culinaria que se resistía a cambiar en su Monterrey de siempre.
Cómo nos reímos cuando una tarde, después de su clase de piano semanal –que no se perdía– caminábamos por el centro buscando lugares extraños. Así fuimos a parar a un restaurante que no recuerdo si estaba en Aramberri o Ruperto Martínez.
La concurrencia era rarísima y el lugar, más. Oscuro y tétrico. El menú era de mariscos y no tenían muy buena cocina, pero la observación, por horas, de la gente que llegaba, fue inolvidable. A cada personaje le hacía una historia.
Probablemente el sitio fuera un prostíbulo disfrazado porque las faldas y los escotes de las mujeres eran muy obvios, además de su maquillaje. Ricardo empezaba a armar la anécdota a partir del personaje con el que se reunía el que entraban por una puerta chorreada, de un color café deslavado. Si era su querida, si era su pareja a la que “explotaba”, o si era la “madame venida a menos”. Todo era lógico, todo podría tener un argumento, todo podía poseer una historia oculta, y Ricardo tenía la imaginación y el poder, para disponerla.
Su “lexicón” del noreste aparecía en todas sus frases. Discutía los significados y se asombraba, o fingía asombrarse, si le sugerías una palabra nueva del costumbrismo más actual. Discutía los significados de las palabras que se habían implementado para el narco, las palabras de los chavos, pedía que le contara qué palabras usaban mis hijas. Y una vez me dijo, en una conversación sobre los apuros de cuidar adolescentes en la ciudad que se había vuelto violenta, “la vida no es tan frágil, no te preocupes tanto”.
Para Ricardo se volvió frágil. Enfrentó con mucha dignidad y entereza el declive de su fortaleza. La última vez que hablé con él me dijo que el proceso de su enfermedad era demasiado doloroso. Ya no pude volver a llamarle, me acobardé ante su sufrimiento.
No pudo luchar más. Trató de terminar todo lo pendiente, dejó casi lista la biografía de un gran personaje regiomontano. No sé si terminó su novela ambientada en los 50. Carolina Farías, con quien compartimos tantas comidas, debe saberlo. Quedaron planes pendientes, el libro de las mujeres regiomontanas en diferentes épocas, que haríamos juntos, solo lo esbozó y quedó aplazado. Dejó mucho diferido, pero dejó también, mucho, un patrimonio cultural invaluable para México.
Le faltó tiempo. Nos faltó tiempo. Se fue antes y guardo en la memoria el privilegio de haberlo gozado como amigo, como consejero, como el mejor conversador del mundo. Aprendí mucho y le agradezco el honor de su amistad, de los momentos inolvidables.
El honor de su generosidad y de su tiempo. Se fue un personaje inolvidable.