“Si hay una segunda vida, nos gustaría pasarla juntos”: André a Dorine antes de suicidarse juntos

Antes de suicidarse juntos, André Gorz escribió a su esposa una última carta de amor que pasaría a la historia como una de las más hermosas del mundo
Monserrat Ortiz Monserrat Ortiz Publicado el
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¿Existirá el amor romántico? Hay quienes sentencian que no, pero la literatura sugiere que sí y se puede hallar en la persona con quien uno sería capaz de crecer, caminar y hasta estar dispuesto a desaparecer del mundo si ese ser humano dejara de habitarlo.

“Acabas de cumplir ochenta y dos años. Has encogido seis centímetros, no pesas más de cuarenta y cinco kilos y sigues siendo bella, elegante y deseable”, escribió el filósofo y periodista austriaco André Gorz a su esposa Dorine Keir tiempo antes de suicidarse juntos, en 2007.

Y es que el amor ha sido retratado como una idea de perfección donde no existen más obstáculos que aquellos que se resolvieron para alcanzar el fin último de estar juntos. Pero el amor real y humano está más allá de contemplaciones superficiales y, de hecho, se encuentra muy lejos de la perfección, tal como relata el periodista a lo largo del último escrito que le dedicó a su musa.

“Hace cincuenta y ocho años que vivimos juntos y te quiero más que nunca. De nuevo siento en mi pecho un vacío devorador que sólo colma el calor de tu cuerpo abrazado al mío”.

Esas letras son parte de una confesión que André Gorz escribió a Dorine Keir cuando decidieron suicidarse luego de casi sesenta años juntos, porque, al final de sus días, el cuerpo de ella ya no resistía el peso de la vida por una enfermedad degenerativa.

Con Carta a D. Una historia de amor (2006), el periodista quiso rememorar una vida que iniciaron, construyeron y pusieron fin para no pasar ni un segundo sin el otro.

André y Dorine se conocieron en 1947. Ella, una inglesa recién llegada a París, había vivido una infancia difícil y solitaria —como la de muchos de quienes nacieron y crecieron en el periodo de entreguerras— mientras que él era un “judío austriaco”, como él mismo se definía, “sin un céntimo” y que, al igual que ella, intentaba encontrar su lugar en el mundo.

Valsaron su primer baile juntos el 2 de octubre de 1947, aún recuperándose de la guerra que habría dejado más de 50 millones de muertos y la misma cantidad de desplazados en gran parte del mundo.

Desde sus primeras citas hablaron de política, economía y literatura. En sus conversaciones nunca faltaron las evocaciones a Virginia Woolf, George Eliot, León Tolstói y Platón a mitad de salas de baile, bares y redacciones de diarios franceses.

Ella era independiente y de sangre fría. Él, un pensador obsesionado con eliminar del mundo cualquier indicio de su realidad. A ambos los unía la inestabilidad y una verdadera incapacidad para encontrar su sitio sobre la Tierra.

“Tanto para ti como para mí significaba que nuestro lugar en el mundo no estaba garantizado”, narra André en la carta que le escribió al más grande amor de su vida antes de partir juntos.

“Por todo esto no pude explicar el vínculo invisible que hizo que nos sintiéramos unidos desde el comienzo. Por diferentes que fuéramos, sentía que teníamos algo fundamental en común, como una especie de herida originaria”.

Nacidos literalmente de la guerra, la rebeldía y la desavenencia, parecían destinados a ocupar un lugar en la vida del otro para repararse mutuamente, tal como si Julio Cortázar hubiera pensado en ellos al entonar “andábamos sin buscarnos pero sabiendo que andábamos para encontrarnos”.

“Éramos hijos de la precariedad y el conflicto”, continúa André en su misiva.

“Estábamos hechos para protegernos mutuamente contra la una y el otro. Necesitábamos crear juntos, uno por el otro, el lugar en el mundo que nos había sido originalmente negado. Sin embargo, para lograrlo, era necesario que nuestro amor fuera también un pacto para toda la vida”.

Juntos hasta encontrar su lugar en el mundo

Tras casarse y vivir en la precariedad durante varios años, André consiguió fundar el semanario Le Nouvel Observateur. También colaboró con el círculo filosófico Les Temps Modernes, junto con Jean Paul Sartre y Simone de Beauvoir.

Pero el trabajo que el filósofo consiguió edificar durante toda su vida fue gracias al apoyo de Dorine, quien siempre se mantuvo fuerte y erguida incluso en los tiempos más difíciles para ambos.

Su historia parecería un ejemplo de que el amor antes era más sencillo, pero no es así. Son pocas las parejas que, libres de dogmas, estereotipos y sin invasiones culturales o ideológicas, se tratan mutuamente como seres humanos, sin la necesidad de diferenciarse como hombres o mujeres.

Sólo seres humanos.

Antes de alcanzar la gloria, tuvieron días difíciles. Pero eso no significó que una esperara sentada en casa mientras el otro salía a conseguir el pan de cada día, sino que los dos hicieron un equipo para sobrevivir: uno escribiendo ensayos hasta las tres de la mañana; mientras que la otra se ganaba el dinero posando para artistas, actuando en obras de teatro o dando clases de inglés a los parisinos.

Sin Dorine, André no habría sido nada y viceversa. O jamás habría “encontrado su lugar en el mundo”. Así lo reconoce él mismo en su emblemática Carta a D.

“Al igual que todos los empleos que desempeñé en adelante, tú asumías una parte del trabajo que debía hacer”, escribió Gorz.

“A menudo venías a la oficina para ayudar a abrir el correo y clasificar las decenas de miles de cartas atrasadas… No estábamos solo unidos en nuestra vida privada, sino también por una actividad común en la esfera pública”.

Amar a un escritor implica amar lo que escribe”, le decía Dorine a André, quien se mantenía sumergido a mitad de largos silencios hasta encontrar las palabras precisas para plasmar en el papel. “Por tanto, ¡escribe!”, solicitaba su esposa.

André y Dorine
André y Dorine

Y aunque ella no fuera periodista, Dorine tenía un ojo tan crítico que retroalimentaba todo lo que creaba la pluma de su esposo. “Juntos produjimos todos los reportajes que realicé en Francia y en el extranjero”, señala él.

“Me habitué a hacerte leer mis artículos y manuscritos antes de entregarlos. Aceptaba tus críticas a regañadientes: ¡por qué siempre tienes que llevar la razón!”.

Pese a la unión casi obsesiva que los mantenía completamente atados uno al otro, ambos resguardaron siempre su independencia y autonomía individual; libertades difíciles de encontrar en un mundo plagado de celos y codependencias.

“Tú tenías tu propio círculo, tu propia vida, sin dejar de participar plenamente en la mía”, escribió André a su esposa.

Juntos hasta el final de sus días

“Nuestra relación se convirtió en el filtro por el que pasaba mi relación con la realidad”, escribió André cuando se dio cuenta de que no podría existir en un mundo que Dorine no habitara.

A ella le detectaron cáncer de endometrio a sus cincuenta y tantos años. “La primera noche no dormimos”, le recuerda su esposo sobre el día que se enteraron de que tenía un padecimiento cuyos cauces, según los médicos, sólo le entregarían cinco años más de vida.

“Cada uno escuchó el aliento del otro. Luego, un ruiseñor empezó a cantar y un segundo, más lejos, le respondió. Nos hablamos muy poco… estoy seguro de que te esforzabas en acostumbrarte a la muerte para combatirla sin temor”.

El periodista se jubiló a sus sesenta años para dedicar el resto de su tiempo al cuidado de su esposa. “A fin de cuentas, sólo me importaba una cosa: estar contigo”.

“Me resulta inimaginable seguir escribiendo si tú ya no estás aquí. Tú eres lo esencial sin lo cual todo lo demás, por lo importante que me parezca mientras estás ahí, pierde su sentido y su importancia”.

Pasaron otra veintena más de años juntos viviendo en una casa en el campo, con un jardín de setos, arbustos y doscientos árboles que André plantó para ella. Finalmente, tomaron la decisión de irse del mundo de la mano.

“No quiero asistir a tu incineración; no quiero recibir un frasco con tus cenizas”, sentenció él mientras la cuidaba en su casita de campo, cuando ella ya no aguantaba más los dolores con que su enfermedad le bombardeaba el cuerpo.

“Espío tu respiración y mi mano te acaricia. A ninguno de los dos nos gustaría tener que sobrevivir a la muerte del otro. A menudo, nos hemos dicho que, en el caso de tener una segunda vida, nos gustaría pasarla juntos”.

No sé si The Cinematic Orchestra escribió y realizó ‘To Build A Home’ para conmemorar su historia. En todo caso, el video parece un retrato de los últimos días de la pareja viviendo a mitad del campo, en la casita de sus sueños, sin dejarse, hasta el final.

@ItsMonseOrtiz

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