Mi mamá me había dicho que visitaríamos a la tía Elvira en Tlalnepantla. Había visitado su casa como dos veces, a lo mucho. No llovía desde hacia tres meses y era tiempo otoño y, por lo tanto, terror.
Se trataba de una casa nada especial, con dos grandes cuartos, uno que servía de sala de estar, donde los adultos platicaban largas horas gastando cigarrillos y vasos llenos de Coca-Cola entre hora y hora, y otro que era la habitación.
En ese tiempo, después de los videojuegos, yo era muy aficionado a Escalofríos, de R.L. Stine, el Stephen King de los niños. La serie comenzaba con un intro aterrador y tétrico, y por momentos soñaba los capítulos. Me encantaba.
Solía pasar el rato en la casa de la tía Elvira echado en el sillón jugando con mis carros hot wheels.
Pero ese día fue más corto de lo normal. Y más pronto que tarde estaba ya acostado y listo para dormir en una casa que me provocaba ansiedad. Sobretodo por el saco de dormir frío que me prestaba mi tía, ese que olía a excesiva lavanda.
De pronto, y mientras me perdía en mis pensamientos observando el techo oscuro, vi que un hombre se aproximaba a la ventana de la habitación, la cual daba hacia el jardín exterior de la calle.
Era alto, más de lo normal que cualquier adulto que había visto en mi vida. Vestía ropa enteramente negra. En esa condición, se camuflajeaba con la la noche con facilidad. Pero lo que me aterró en realidad fue su rostro, pues a simple vista no tenía ojos. En su lugar había una plana y rosada piel en sus dos cuencas, lo cual me horrorizó cuando me vio y esbozó una sonrisa.
Cuanto más se acercaba a mí, y más oscuro se hacía, una clase de parálisis me encerró en un ambiente sumamente helado. El hombre aprovechó eso y me cargó y puso sobre uno de sus hombros.
Al salir por la ventana, el sujeto se dirigió por la calle mojada. Seguramente había llovido, porque el asfalto lucía brilloso y fresco por el agua. El silencio era interrumpido apenas por los grillos. Al final de la calle se vislumbraba una casa de ladrillos rojizos, casi naranjas. La luz estaba encendida y abrió la puerta.
Dentro, había una casa muy típica. Sillones aterciopelados, una mesa al centro con adornos frutales falsos, un refrigerador blanco lleno de imanes coloridos, un enorme cuadro con un tigre blanquecino y un ventilador colgando sobre el techo.
En mi letargo seguía sin poder moverme. Como si estuviese atado por unas cuerdas invisibles, pero resistentes. Me sentó en una de las sillas de madera barnizada elegantemente y se retiró a otro cuarto riendo.
Cuando volvió a aparecer, el hombre portaba una navaja con la cual me apuntaba y se acercaba lentamente. Cuando me tiró al suelo y clavó en mi sus ojos, esas enormes y profundas cuencas, desperté.
No recordé que ese hombre y todo lo que había soñado acerca de la visita de mi tía era, en realidad, una mezcla de capítulos de Escalofríos.
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Si eres fan de Stranger Things, pero al igual que nosotros consideras que la serie ha perdido el toque a lo largo de las temporadas ‘Verano del 84’ es una película que sin duda no te puedes perder https://t.co/P64ATHa5zo
— Reporte Índigo (@Reporte_Indigo) 1 de noviembre de 2019