Ante la esperanza y la desolación
El espíritu y esperanza de cientos de rescatistas que trabajan en las ruinas del colegio Enrique Rebsamen no los detuvo, ni la lluvia, ni el cansancio, pues durante horas trabajaron para rescatar al mayor número de personas
Imelda García[kaltura-widget uiconfid=”38045831″ entryid=”0_oq9qds7z” responsive=”true” hoveringControls=”true” width=”100%” height=”75%” /] La fuerte lluvia amenazó con eliminar la esperanza en el colegio Enrique Reb-samen.
Las labores de rescate de los niños que habían sido detectados con vida ocurrían ya sin tregua, tratando de ganarle a la llegada de la noche.
Y de repente, el cielo comenzó a llorar.
Decenas de rescatistas corrieron entonces a buscar lonas gigantes para cubrir la zona de rescate y evitar que el agua entorpeciera las labores de rescate.
La esperanza parecía desvanecerse con la lluvia, pero luego tomaba fuerza de nuevo. Ningún rescatista ni elemento de seguridad que trabajaba en el lugar abandonaba su puesto aunque se empapara.
La solidaridad tampoco cesaba. Aarón Alemón, entrenador de perros de servicio y rescate, quien llevó a varios de sus cánidos para buscar personas que hayan quedado atrapadas en los escombros. El que hizo más labor fue Trey, un pastor australiano que ayudó al rescate de 6 personas.
“Por ejemplo ayer en la Del Valle, en Gabriel Mancera y Eje 5 Eugenia, había un desastre y el perro captó varios vivos y varios cuerpos también.
“(El perro) ladra o rasca. Cuando está ladrando indica que hay algo; cuando está rascando es que hay algo más adentro. Cuando lo tiene muy cerca es que ladra; cuando siente el aroma más lejano empieza a rascar con ansiedad”, explicó Aarón.
Los gritos de los rescatistas viajaban de boca en boca cuando pedían algo que requerían; a veces era una herramienta, una ambulancia, un perro o guardar silencio.
En algún momento, cerca de las 3 de la tarde, toda la zona de rescate se convirtió en una zona de silencio: a gritos se pidió que se apagaran todos los teléfonos celulares para evitar que las ondas interfirieran con algunos aparatos de rescate. El silencio era absoluto.
En momentos, el silencio era interrumpido por el ir y venir de doctores y paramédicos que corrían hacia la zona de rescate, pidiendo inyecciones de adrenalina y oxígeno para auxiliar a algunos familiares y empleados de la escuela que sentían la tragedia de cerca.
Y de repente, aunque en momentos más escasos, el silencio era roto por gritos de júbilo y aplausos de esperanza al saber que alguien con vida estaba adentro, esperando el rescate.
El mayor júbilo fue cuando se supo que la niña Frida Sofía seguía adentro, pero que ya habían tenido contacto con ella de viva voz; y también cuando se supo que otras cuatro personas estaban con vida entre toneladas de escombros.
Y también, por momentos, el panorama se ensombrecía. El rescate de 25 cuerpos, 21 de ellos menores de edad, sumía a toda la zona de rescate en la prisa de ganarle al tiempo para arrancarle a la muerte a estos niños y a los adultos atrapados.
“Cuando vivimos el momento más intenso del terremoto, escuchábamos cómo caían cosas”, comentó Arturo Deloya, un sacerdote que desarrolla su labor muy cerca de ahí.