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José Manuel Ibarra y Garduño soñaba en sus años mozos con ser pintor y escultor y, en cierta manera, aquel sueño se volvió realidad.
Hoy, a sus 77 años de edad, este hombre de barba blanca y ojos nostálgicos esculpe la barba de sus clientes, a quienes les da un rostro renovado en cada visita.
Don José Manuel es un maestro peluquero y barbero cuyo negocio en la Colonia Roma, en la calle de San Luis Potosí 121, está en peligro de desaparecer.
Los dueños del local que ocupa su negocio que antes fue de su padre le informaron hace unos meses que le cobrarían casi el doble de renta. Si eso pasa, José Manuel no tendrá dónde trabajar ni de qué mantenerse.
“Me quieren subir el doble. Y no se vale, porque apenas puedo pagar y luego el doble, ya no le aguanto. Pago 5 mil 800; son 5 de renta y 800 de IVA; y me quieren cobrar ahorita 10. Pero no aguanto, si ahorita ya con 5 no me la acabo”, explica en entrevista para Reporte Indigo.
El litigio para que le respeten su contrato de renta congelada lleva ya más de seis meses. La presión y la crisis es tanta que una mujer de la zona decidió tomarle algunas fotografías y contar su historia en redes sociales. El post se hizo viral y ahora cada vez más clientes llegan guiados por esa publicación.
Los clientes no van movidos por el precio del corte de barba, a 70 pesos, sino por ser solidarios con Don Manuel y porque saben que de cerrar la barbería, la Colonia Roma perdería uno de sus baluartes.
Esta pequeña barbería de pisos y espejos gastados lleva más de 60 años en el mismo lugar, donde ya dos generaciones de peluqueros han atendido a miles de hombres en la capital del país.
Aunque su rostro deja ver que la edad ya lo alcanzó, su conversación es la de un hombre vital: cada mañana sale a caminar a Chapultepec, como lo ha hecho por más de 60 años, desde que su padre lo levantaba a él y a sus hermanos para hacer ejercicio.
En su juventud estudiaba en la Academia de San Carlos la carrera de Artes Plásticas, pero no se dedicó a ellas porque no encontró trabajo; entró a dar clases a un colegio, pero no le pagaban, así que tuvo que buscar otra forma de generar ingresos.
José Manuel tuvo otros trabajos, como oficinista y otros oficios, hasta que su papá le ofreció empleo en la peluquería donde tuvo que aprender el oficio desde abajo.
“Mi mamá siempre me decía, cuando yo era joven, ‘vete a ayudarle a tu papá’. Pero yo decía, ¿en qué le puedo ayudar? Y pues yo fui el chícharo.
El chícharo es el que da grasa, el que limpia todo, los espejos, trapea, va por lo que a uno le pidan. Y a eso me dedicaba. Y eso porque mi mamá me mandó, si no, quién sabe qué otra cosa podía yo hacer. Para mí es un gran honor y satisfacción haber salido peluquero”, dice orgulloso.
Cada vez que habla de su padre, la mirada de Don Manuel se ilumina. No importa que haya fallecido hace 21 años, pues parece que todas las vivencias ocurrieron ayer y se han quedado grabadas en su corazón.
Eso sí, aunque recuerda a su familia con nostalgia, no tiene un retrato de ellos en su peluquería.
“Me da mucha tristeza estarlo viendo (…) pero hay cosas que sí es bonito recordar esas épocas para sobrevivir… porque uno debe sobrevivir”, comenta.
Y es que Ibarra y Garduño consagró su vida a cuidar a sus viejitos. Tomó esa decisión aunque a la larga le significó que él mismo no pudiera formar una familia.
“Yo me quedé a mantener a mis papás. Y no les echo la culpa (de que no me casé), sino que no se pudo. Hay veces que se puede, hay veces que no se puede. Y ahora gracias a Dios aquí estoy, echándole ganas”, señala.
Su barba blanca es larga. Para él representó una época de rebeldía que se acababa cada 10 de mayo; ese ritual acabó hace muchos años.
“Me la dejé desde que estaba en la Academia. Todos mis compañeros andaban chamagosos y yo decía ‘¿por qué yo no?’. Y me dejó de hablar mucha gente desde que me dejé la barba, así que me dio coraje y me la dejé. Pero eso sí, me la cortaba cada 10 de mayo, el día de las madres. Pero desde que murió mi madre, ya no me la corto; ya no tengo mamá, así que ya no”, narra.
Don Manuel ha trabajado en el mismo espacio durante toda su vida, incluso atiende a sus clientes en el mismo sillón que usaba su padre.
A un lado, el desgaste en el piso delata que algún vez hubo ahí otro sillón, cuando ambos atendían el negocio; ahora, ya los jóvenes no quieren ser barberos, dice, así que su oficio morirá con él porque a nadie lo ha heredado.
“Hasta aquí yo creo que va a quedar la herencia que nos dejaron, porque yo no soy casado, yo fui el único que no se casó. (Los jóvenes) no se prestan (a aprender); porque ya hasta cierto punto quiere uno que los hijos sean otra cosa, no igual a los papás”, cuenta, “y yo, porque desgraciadamente se quedó solo mi papá. Y yo pensé: ‘No, pues cómo se va a morir la peluquería’, y pues ya, aquí estamos”.
Ver trabajar a Don Manuel es un prodigio. Mientras pregunta a sus clientes qué desean, en su mente él ya está dibujando lo que va a hacer con la barba o el cabello de quienes lo visitan.
El toque de sus manos es delicado, lo mismo cortan la barba con tijeras que con navaja y ponen crema o toallas calientes en la cara de sus clientes.
El ir y venir de navajas, peines, tijeras, líquidos y cremas es constante. Mientras, los espejos y los retratos de los cortes son testigos mudos de lo que ocurre ahí entre el maestro barbero y su cliente.
Y aunque pareciera que un día y otro y otro son iguales, con la misma rutina, para Don Manuel cada cliente, cada historia y cada conversación tienen su encanto.
Por eso quiere seguir trabajando en su negocio, porque para él no sólo es su sustento, es su razón de vivir. Así que Don Manuel tiene un solo deseo de Año Nuevo.
“Que tengamos vida todos. Que haya trabajo, salud y dinero para pagar todo lo que debe uno… por lo menos a mí me hace falta”, dice.
Y mientras todos los días espera que un milagro ablande el corazón de quienes son dueños del local para que desistan de su intención de subirle la renta, Don Manuel sigue esculpiendo el rostro de sus clientes, labor que le acerca todos los días a aquel sueño suyo de ser artista.