En la década de 1840, una época donde poco se sabía de los gérmenes, un médico insistió a sus colegas en lavarse las manos para detener la propagación de enfermedades; su nombre era Ignaz Semmelweis y terminó en un manicomio.
Durante la primera mitad del siglo XX, el húngaro intentó aplicar un sistema de lavado de manos en Viena, con el objetivo de reducir las tasas de mortalidad en las salas de maternidad.
Semmelweis observó que las mujeres embarazadas eran las personas que más riesgo representaban, en particular aquellas que durante el parto sufrían desgarres vaginales.
Además, halló que a pesar de que las instalaciones de dos salas obstétricas del Hospital General de Viena eran idénticas, en una morían más mujeres que en otra.
Una de éstas era atendida por estudiantes de medicina, y su tasa de mortalidad era tres veces mayor que la segunda, bajo el cuidado de parteras.
La teoría más aceptada en ese momento fue que la fiebre puerperal que afectaba a las pacientes -y terminaba con su vida– era atendida en una de las salas por hombres, y en la otras por mujeres: el argumento se centró en que las personas de la primera sala era más rudas que las de la segunda.
RELACIÓN CON LOS CADÁVERES
Trabajar con cadáveres era un ejercicio con muchos riesgos, pues una herida con el cuchillo de disección podría representar hasta la muerte.
Charles Darwin –tío del famoso naturista inglés– murió después de sufrir una lesión mientras diseccionaba a un niño.
Semmelweis notó que los síntomas de Darwin y las mujeres que morían en el hospital de Viena eran similares, por lo que otra teoría despertó en él.
LA INVESTIGACIÓN
Luego de revisar las actividades de los jóvenes en el hospital, el médico húngaro halló que varios de ellos iban directamente de una necropsia a atender a una mujer, y como era lo común, lo realizaban sin ningún tipo de protección.
Y ahí era donde radicaba la diferencia con las parteras, pues ellas no practicaban autopsias y los estudiantes sí.
Entonces fue cuando Semmelweis entendió que la fiebre puerperal era causada por “material infeccioso” de un cadáver, así que lo solucionó de la siguiente manera:
Instaló una cuenca llena de solución de cal clorada en el hospital y pidió a sus colegas lavarse la manos.
La tasa de mortalidad en abril de 1847 era del 18,3%, y en tan solo un mes cayó al 2%; funcionó.
A pesar de los resultados, no logró convencer a todos sus compañeros, y se obsesionó con el tema. Incluso publicó un libro al respecto, donde llamó asesinos a sus colegas.
Su contrato en el hospital de Viena no le fue renovado, así que viajó de vuelta a Hungría y asumió como médico honorario en la sala obstétrica del Szent Rókus de Pest, donde aplicó sus hallazgos (también funcionaron), hasta que en 1861 cayó en una depresión severa.
Con engaños, un colega lo llevó a un manicomio, sin embargo el húngaro se resistió y fue golpeado severamente; dos semanas después moriría por una herida gangrenada en su mano derecha.
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— Reporte Índigo (@Reporte_Indigo) May 10, 2019
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