Trazó con su cámara durante 65 años el itinerario del ser nacional. Desde las rutas de las estrellas de la farándula, los creadores, las luchas sociales, la desigualdad y, por encima de todo, la bitácora de los cabarets y las cantinas.
Siempre como una fiesta, siempre desde el gozo de vivir.
Murió el sábado a los 88 años de edad, fue homenajeado el domingo en Bellas Artes y dejó un millón de negativos. México se quedó sin el último grande de sus fotógrafos.
Se llamó Héctor García y fue un pata de perro. Éste es su legado.
Los grandes de la fotografía mexicana son Gabriel Figueroa, Manuel Álvarez Bravo y Héctor García.
Figueroa fue pilar de la época de oro del cine mexicano. Álvarez Bravo fue un fotógrafo innovador, iba de flores a ventanas, rostros o paisajes.
Héctor García fue un fotorreportero, con las infinitas posibilidades de hacer de su vida diaria permanente testigo de la tragicomedia nacional.
“Este vago con credencial de periodista”, nació en el barrio defeño de La Candelaria de los Patos, donde según las consejas populares te robaban los calcetines sin quitarte los zapatos.
“Desde los tempranos años en que dejé mi casa –a los siete- cumpliendo fatalmente el destino que me auguró mi madre, cuando me bautizó como Pata de Perro, me fui a vivir a las aceras de Bucareli donde vendía periódicos, me convertí en habitante de la calle… allí dormitaba… cerca de unos respiraderos por donde salía aire caliente”, dijo alguna vez en una entrevista.
En el año de 1937, a los 14 años de edad, ya estaba hospedado en la Correccional de Menores tutelada por el penalista Alfonso Quiroz Cuarón, de cuyas teorías de rehabilitación logró escapar para irse como bracero a Estados Unidos. Llevaba una cámara fotográfica que le regalaron.
En Washington trabajaba como peón de vía cuando otro peón muere bajo las ruedas de un tren. Toma unas fotos y todo le sale mal.
Se metió como pudo a estudiar fotografía, y cuando regresó a México se hizo alumno de Álvarez Bravo. Fue entonces cuando comenzó su verdadera escuela.
Ya en México sobrevivió cargando pacas de periódico un rato y otro haciendo sus pininos. Comenzó a trabajar en el periódico La Extra ya como fotorreportero en la sección de sociales, donde hizo una placa inusual de una mujer tropezando frente a un secretario de estado a la que llamó “Señora sociedad” ganándose la libertad de retratar lo que le diera la gana.
Con Álvarez Bravo se aficionó a los muralistas. De él es la célebre foto de Siqueros en la cárcel. De él son las fotos de Frida Kahlo en su ataúd en el Palacio de Bellas Artes y la de Diego Rivera culminando su mural de la Alameda.
También le agarro afición al campo mexicano y su crisol de desigualdades.
Ahí están las fotos de los niños cañeros a quienes la Revolución heredo latifundios y más miseria. La clásica foto “El niño en el vientre de concreto”, le valió que André Malraux lo invitara a exponer en París y se quedó dos años visitando museos, cementerios y burdeles.
Donde hubiera una experiencia vital, ahí tenía que estar Héctor García.
Pero también las guerras, los movimientos sindicales, la matanza del 68 en Tlatelolco, la vida cultural, las coristas y los cómicos, Ninón Sevilla, la Tongolele, o Tin Tan y Pedro Infante, tuvieron su testigo de honor. Un fotógrafo análogo, de luz, de laboratorio.
No hubo publicación importante donde la impronta de Héctor García no haya dejado huella. Le dio cien vueltas a México, y visitó y expuso en decenas de países.
Recibió todos los premios. Su casa y la de María García fue una meca de la bohemia y la generosidad. Un millón de fotos, un millón de Méxicos son su legado.