La Hora de los Valientes
La Constitución mexicana es taxativa cuando dice en su primer precepto que, “En los Estados Unidos Mexicanos, todas las personas gozarán de los derechos humanos reconocidos en esta Constitución y en los tratados internacionales de los que el Estado mexicano sea parte, así como de las garantías para su protección, cuyo ejercicio no podrá restringirse ni suspenderse salvo en los casos y bajo las condiciones que esta Constitución establece”...
Baltasar Garzón
La Constitución mexicana es taxativa cuando dice en su primer precepto que, “En los Estados Unidos Mexicanos, todas las personas gozarán de los derechos humanos reconocidos en esta Constitución y en los tratados internacionales de los que el Estado mexicano sea parte, así como de las garantías para su protección, cuyo ejercicio no podrá restringirse ni suspenderse salvo en los casos y bajo las condiciones que esta Constitución establece”…
Todas las autoridades, en el ámbito de sus competencias, tienen la obligación de promover, respetar, proteger y garantizar los derechos humanos de conformidad con los principios de universalidad, interdependencia, indivisibilidad y progresividad.
En consecuencia, “el Estado deberá prevenir, investigar, sancionar y reparar las violaciones a los derechos humanos, en los términos que establezca la ley”. Es decir, ninguna Ley podrá limitar la obligación expuesta por la norma constitucional.
La vinculación es directa, absoluta y excluyente de cualquier norma o interpretación que restringa ese amplio ámbito de aplicación. En México, hoy por hoy, cualquier autoridad que no cumpla con esta máxima, incurrirá en graves responsabilidades penales, y los jueces deberán exigirla en la proporción que corresponda.
Este artículo estaba pensado inicialmente para hablar de los asesinatos, desapariciones y ataques a medios de comunicación, en atención a los últimos crímenes contra varios reporteros.
Pero la realidad se impone ante los 49 asesinatos producidos en el área metropolitana de Monterrey, otrora intocable capital ejemplo para el mundo, y hoy, destruida por la desesperación de sus habitantes y la impotencia de las autoridades para hacer frente a la barbarie del crimen organizado.
Decenas de miles de vidas humanas han sido cobradas como peaje en la autopista de la incompetencia y la descoordinación. No vale decir como argumento que se trata de ajustes de cuentas entre miembros de bandas rivales; o que se trata del lumpen de la sociedad; o que el ejército o la policía hacen bien en acabar con ellos.
El desafío de los “Chapos” y sus aprendices al Estado es claro, y ya no es suficiente con las acusaciones cruzadas y las descalificaciones del contrario, mientras que cuerpos descuartizados siguen apareciendo.
La barbarie y la irracionalidad de estos individuos y sus organizaciones son su propia debilidad. Ninguno de ellos está preparado para hacer frente a la acción organizada del Estado, si éste, de una vez, desarrolla todo su potencial, pero un potencial diferente al estrictamente militar.
Este último, ya se ha develado y lo sigue haciendo como insuficiente para erradicar el fenómeno criminal. Si ubicamos la responsabilidad en el Estado y la exigencia de solución en el mismo, lo primero que deberemos tener claro, desde un punto de vista dialéctico, es qué entendemos por Estado.
Desde luego se equivocan quienes equiparan al Estado con el Gobierno que gestiona los servicios de aquél. También lo hacen quienes reubican la cuestión en los respectivos gobiernos de los estados. Ni uno ni otros, por sí mismos, pueden dar solución a un problema que es mucho más global y complejo que lo que aparenta.
Evidentemente, no se trata de un fenómeno local, sino internacional; por ende las posibles soluciones, de esta parte, deben venir dadas con un alcance similar. Es decir, no es un problema exclusivo de México, sino mucho más generalizado y que afecta en su génesis a Estados Unidos y a otros países de la zona y de Europa, porque todos son corresponsables de un fenómeno delictivo del que participan, de una u otra forma, en su génesis, desarrollo y efectos.
En segundo término, no es una cuestión de desarrollo simplista, sino de asumir la naturaleza de los crímenes que asolan las tierras mexicanas; el crimen masivo se desenvuelve a través de organizaciones y redes que necesitan mantener sus estructuras de poder, para continuar recibiendo los beneficios de los que dependen y que, en definitiva, constituyen la única razón para su propia subsistencia.
Y es por ello que la acción del Estado tiene que ir dirigida al corazón de esas estructuras, que no es otro que sus finanzas. Es aquí donde surge el interrogante de si en México se están empleando todos los esfuerzos en la capacitación de quienes tienen que investigar y desarticular esas redes.
Es decir, si existe una policía de inteligencia financiera, una policía científica especializada o grupos o brigadas con toda la experiencia en el ámbito del blanqueo de activos, persecución de bienes, etc, que haga frente a las estructuras de ingeniería financieras de las que disponen.
Ni los “Zetas” ni el “Chapo Guzmán” son tan elementales que desarrollen su “guerra” sin guardarse económicamente las espaldas. Se precisan por tanto esas estructuras. Pero la acción contra las mismas, hasta destruirlas, resulta obvio que tiene que ser una iniciativa no sólo federal, sino también de cada uno de los estados. La unión de los mismos debe demostrarse, no solo en el papel, sino en la práctica.
Pero esa implementación policial y de inteligencia tiene que ir acompañada de una clara intención política de poner fin a esta barbarie. En México, es la hora de los valientes.
Las elecciones presidenciales, cuya resolución está a la vuelta de la esquina, no deben ser causa para agravar la situación, sino para mejorarla.
Las acusaciones que se vierten de que unos protegen al narcotráfico, otros a los grandes capitales y todos a la corrupción, solo benefician a los grupos criminales y demuestran una dosis altísima de irresponsabilidad. Los candidatos y el propio gobierno tienen una muy grave responsabilidad para con el pueblo mexicano.
Estoy seguro que éste no quiere confrontación y acusaciones tan fatuas como inconsistentes entre los candidatos. Eso, para un espectáculo de humor, está bien, pero no lo está cuando lo que se juega es la propia democracia como valor y como una realidad de supervivencia en un país que se ha caracterizado en su defensa en forma permanente.
El honor de representar al heroico pueblo mexicano conlleva la disponibilidad para dar todo lo que aquel exija, e impone la necesidad de un pacto de Estado que vincule y obligue a todos los partidos, candidatos y Gobierno, al margen de las legítimas aspiraciones de cada uno, frente al crimen organizado y la corrupción.
Este reto no es una lanza al aire, sino algo posible que supone la unión y coordinación de todos los esfuerzos, recursos y políticas para dar cumplimiento a lo dispuesto en el artículo primero de la Constitución mexicana.
Y si no cumplen con esa obligación, las autoridades y los responsables políticos serán responsables, frente al pueblo, por cuanto a todos les compete la garantía de lo que exigen los ciudadanos y ciudadanas
En esta situación, surge otra pregunta: ¿no se encontrará en México, un solo candidato entre los que aspiran a hacerse con la Presidencia de la República que, en el próximo debate, renuncie al éxito de su candidatura y lo convierta en un encuentro en el que los aspirantes busquen soluciones reales, coordinadas, renunciando a la descalificación del contrario y a hacer política con la muerte y el hundimiento de un pueblo, demostrando con ello que la política es algo diferente a un simple mercadeo de votos?
El error está en creer que uno triunfará donde el otro ha fracasado. Por el contrario, el verdadero desafío radica en la capacidad de abandonar criterios excluyentes y optar por la cooperación, la coordinación y el trabajo conjunto de todas las fuerzas políticas.
Es ese esfuerzo conjunto y no las pócimas mágicas, el que nos va a sacar de donde estamos. La motivación de un pueblo para hacer frente a las adversidades viene del ejemplo de sus gobernantes. Si estos fracasan o son remisos a asumir el riesgo, las consecuencias se dejan sentir inmediatamente y con una carga negativa que hunde a la sociedad en forma definitiva.
Pero no solo las autoridades políticas, o las estructuras políticas y sus representantes son los que tienen la obligación de cumplirla Constitución, los jueces y en sentido amplio, todo el sistema judicial, juegan un papel nuclear a la hora de hacer efectiva la protección de los derechos fundamentales de los ciudadanos/as frente al crimen.
Su inhibición supondría tanto como garantizar el fracaso de cualquier iniciativa. Basta con no aplicar, o hacerlo de tal manera que se quebranten los principios del debido proceso, para que la acción de los otros estamentos se vuelva inútil y con ello se facilite, de hecho, la consolidación de los espacios criminales.
El Ministerio Público y el Poder Judicial asumen, en este crítico momento, un rol medular, por cuanto deben evolucionar en sus interpretaciones e investigaciones sobre crímenes masivos que responden a una mecánica similar, y que por ende deben ser investigados en el contexto en el que se producen, según la sistematicidad de los mismos, en función de los bloques de víctimas producidas y por los sectores de la población en los que recaen los efectos de esos crímenes.
Este nuevo esquema de investigación que se propone va más acorde con la propia estructura criminal de estos grupos, y por ello resultará mucho más efectivo. A estas alturas la catalogación de los crímenes como los de los periodistas, los acontecidos en Monterrey, Tamaulipas, etc, debe ser la de crímenes contra la humanidad.
Y por ello, las investigaciones deben pasar de lo individual a lo sistemático y centrarse en las estructuras corporativas, que son la que amparan la ejecución de los crímenes y les otorgan una posición de poder y coacción contra toda la sociedad
De ahí la gran responsabilidad, no exenta de riesgo, que incumbe en este momento histórico a todos y cada uno de los que, desde sus respectivos puestos, tienen el ineludible deber de defender a los/as ciudadanos/as de los males que les acechan.
La agenda política no debe venir marcada por quienes desde la ilegalidad se quieren hacer presentes y reventar el proceso. Por ello, la acción por parte de las instituciones tiene que ser contundente y de alcance equivalente al desafío propuesto por aquellos, a través de la firme decisión de erradicar la lacra de la violencia como arma de “participación” en la vida de un país.
El reto no es menor y se han de sufrir muchos días de luto hasta que se vea la luz al final del túnel, pero la heroicidad y valentía del pueblo mexicano será la que determine el fin del fenómeno, en unión de una acción conjunta y coordinada de las instituciones federales y estatales, con la cooperación internacional sin condiciones o trampas.
También con la actuación de un Ministerio Público autónomo y firme, y con las decisiones de los jueces que protejan verdaderamente a las víctimas y que a la vez sean contundentes, pero dentro de los límites del estado de derecho en la persecución de los responsables.
La omisión de esta obligación supondría estar incumpliendo el artículo primero de la Constitución y negar la protección a los ciudadanos que quedan inermes ante la misma y, por ende, sería de una gravedad y alcance inusitados.