La mujer del silencio eterno

Cristina Sánchez es muda de nacimiento pero ha salido adelante gracias al puesto de dulces que pone afuera de su casa desde hace dos décadas, su segundo oficio después de dedicarse a la limpieza por 15 años
Fernanda Muñoz Fernanda Muñoz Publicado el
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Nunca una mirada había respondido a tantas preguntas en tan pocos minutos. Sin pronunciar una sola palabra, Cristina Sánchez Piña cuenta su vida, recordando el pasado y a quienes forman su presente. 

Cristi, como le dicen las señoras que pasan por la calle al saludarla, nació de siete meses en el entonces Distrito Federal, el 24 de noviembre de 1953. 

Algo no andaba bien con ella. Sus papás no se habían dado cuenta de que su segunda hija era muda. Sólo la escuchaban reproducir quejidos, como todos los niños lo hacen en sus primeros años de vida.

Ahora, 65 años después, mueve la cabeza de derecha a izquierda, sus cejas se cruzan y sus párpados se caen. No sabe cómo explicar su infancia o cómo la crió su mamá junto con sus otros dos hermanos

Con la ayuda de sus manos, el movimiento de sus dedos y el sonido de algunos quejidos amontonados, Cristi acepta que su papá tomaba alcohol con frecuencia y que por eso llegó a agredir a su mamá, una mujer que recuerda con una sonrisa nerviosa y tímida. 

La señora Jova, vecina de Cristi, ayuda a adivinar los verbos, los nombres y algunas escenas que la mujer trata de reproducir por sí sola, pero que no puede articular. 

“¿En cuánto están las paletas?”, dice un niño que llega en medio de la entrevista hasta el puesto que Cristi pone en Holanda, una calle en el municipio de Ecatepec, Estado de México.

Cristi, con señas, le responde que un peso con cincuenta centavos. Con la esperanza de que le haya entendido, posa sus ojos sobre el rostro de su cliente. Y cuando recibe las monedas, emite un ligero grito, a manera de agradecimiento. 

Antes de dedicarse a vender dulces, estuvo 15 años ayudándole a una familia de doctores a limpiar su casa. Cristi vio crecer a los tres niños que vivían ahí, pero decidió renunciar porque era atacada por los perros que también tenía que cuidar. 

“Vendiendo dulces tiene 20 años, ¿verdad, Cristi?”, le pregunta doña Jova, quien asegura que cuando ella llegó a vivir a esa colonia la familia de Cristi ya estaba ahí: los tres adolescentes con su padre. Su mamá había perdido la vida unos 10 años atrás. 

El papá de Cristi era músico y danzante de la Basílica de Guadalupe. La señora Jova cuenta que seguido se le encontraba tocando la mandolina en las calles por donde vivía. Además, se dedicaba a vender carne para mantener a sus tres hijos. 

El hombre perdió la vida hace 16 años. Enrique, el hermano mayor de Cristi, heredó el negocio de la carne, con lo que gana le ayuda a comprar los dulces. 

El hermano más chico de Cristi es médico, y cuando se le pregunta por él, agacha la cabeza, sonríe y levanta una de sus manos. No los visita y no los ayuda económicamente. 

Todos los días Cristi le da de desayunar a su hermano Quique, viven juntos, solos. En cuanto él sale a trabajar, ella saca a la calle una mesa de plástico blanca y una caja en donde guarda las bolsas de dulces. Vende en la esquina de su casa, junto al negocio de ropa de paca de una de sus sobrinas. 

Desde las 12:30 a las 05:30 de la tarde, Cristi se sienta para ver a la gente pasar, saluda de repente a quienes le mueven la mano desde lejos y le desean un buen día

Vivir en un silencio eterno sólo lo podría contar, irónicamente, la persona que lo experimenta todos los días.

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