La primera manifestación a la que acudí a las islas fue en 1988. Aún me faltaban unos años para entrar a la Facultad de Ciencias Políticas.
Como miles quise participar en el mitin proselitista realizado por Cuauhtémoc Cárdenas, en la explanada de la UNAM.
Era un suceso histórico. Se percibía entonces podía estar en puerta el cambio de un régimen de partido. Que el Frente Democrático Nacional podía derrocar “la dictadura perfecta”.
Lo que la caída del sistema electoral supuso para los mexicanos fue el inicio de una serie de decepciones en torno a nuestro débil entramado institucional. Y fue mucho más que eso.
Una herida de guerra que devino la peor desconfianza en nuestro sistema electoral. Esa que no se borra. Una maldición que no logramos superar.
En 1991 estalló la Guerra del Golfo Pérsico. Ya como universitaria me volqué junto a centenares de estudiantes frente a la torre de la Rectoría Nacional.
Protestamos con furia y desconcierto contra una guerraatroz en la que se hacía alarde del uso de armas químicas y biológicas. La seguimos a través de CNN. Provocó el pasmo mundial. Con el paso del tiempo el horror televisado dejó de ser novedad.
A inicios de 1994 México despertó con su flamante TLC en el patio de enfrente y con el levantamiento zapatista en el de atrás.
Las contradicciones y disparidades del país que habitábamos aceleraron su marcha a la par de la descomposición sociopolítica y económica.
Ese mismo año, tras el asesinato de Luis Donaldo Colosio, la euforia de una campaña electoral retornó a la explanada de la Ciudad Universitaria.
Esta vez no era un candidato de la izquierda el que encabezaba un mitin de campaña, sino el del extremo ideológico.
Diego Fernández de Cevallos acudió a la UNAM luego de haber derrotado –en el primer debate transmitido por televisión– a los otros candidatos a la Presidencia: Cárdenas y Ernesto Zedillo.
Al candidato de la derecha algunos universitarios lo abuchearon, le lanzaron huevos podridos y le mostraron pancartas con esvásticas. Pero otros lo ovacionaron, le gritaron porras, lo abrazaron.
Luego el panista se bajó inesperadamente de la contienda. Nunca supimos a ciencia cierta el porqué.
Todos estos flashbacks de mi etapa de universitaria acudieron a mi mente este 30 de mayo.
Reaparecieron en mi cabeza mientras recorría el perímetro donde tuvo lugar la primera Asamblea General del movimiento #YoSoy132.
Me sorprendió descubrirme en esas playas universitarias como observadora. Pero en decenas de chicas, me descubría participando activamente en lo que ahí acontecía.
La emoción me tocó, de nuevo. Varias veces.
Cuando escuché las charlas de varios jóvenes que, emocionados, compartían sus ideas sobre cómo organizarse. Cuando los vi entregados realizando labores particulares que les habían encomendado con la mayor profesionalidad. Cuando uno respondió a mi pregunta sobre qué iban a plantear en la asamblea con una amplia sonrisa rebotando en el cristal de sus lentes: “Todo, porque todo está a discusión”.
Y así fue. Durante horas atestigüé cómo decenas de universitarios de instituciones públicas y privadas, de la capital y de provincia, no hacía sino una sola cosa: dialogar.
Las fronteras ideológicas estaban desdibujadas; un aire de tolerancia y respeto prevalecía en la atmósfera.
No sé qué ocurra con este movimiento. Si se fracture, si no trascienda o si es una mera expresión coyuntural. Lo que sí sé es que a mí el miércoles pasado me devolvieron mis islas universitarias plagadas de posibilidad.