El máster de la luz
La de David Cázares Peña es una vida de lucha. Ni la silla de ruedas, la poliomielitis que le paralizó el 90 por ciento de su cuerpo o las barreras sociales que a diario se le presentan, lo han podido limitar. Pese a la poca movilidad de sus manos, él es uno de los pintores más importantes del centro del país, de los que aún no los toca la luz del reconocimiento oficial.
J. Jesús LemusLa de David Cázares Peña es una vida de lucha. Ni la silla de ruedas, la poliomielitis que le paralizó el 90 por ciento de su cuerpo o las barreras sociales que a diario se le presentan, lo han podido limitar. Pese a la poca movilidad de sus manos, él es uno de los pintores más importantes del centro del país, de los que aún no los toca la luz del reconocimiento oficial.
El calificativo de El Master de la Luz, así como lo conocen sus más cercanos, no es por casualidad. No es tanto porque su obra se distinga por los matices llenos de luz que logra plasmar en el lienzo, lo que ya es una característica en él, sino por la luz que derrama a todos con su optimismo y pensamiento positivo.
Aparte de la pintura, David tiene otra gran vocación: la motivación personal. Es una tarea que se ha echado a cuestas por convencimiento propio. Desde la silla de ruedas en donde pareciera estar postrado, todos los días se fija como meta, más allá de pincelar sus pensamientos, tratar de llevar inspiración a alguien.
Por eso se ha echado a cuestas la nada fácil tarea de salir todos los días de su estudio para tratar de impulsar la vida de las personas. Su meta es mostrar que todo se puede, cuando se quiere.
“Me gusta salir con la gente que tienen todo a su alcance, que están completas de su cuerpo, y aun así piensan que no pueden lograr lo que quieren”.
Él es un ejemplo vivo de tenacidad. Con su cuerpo prácticamente paralizado, él es capaz de mantener una producción constante de arte; en un año, dedicándole más de 18 horas al día a su estudio, El Master de la Luz alcanza una producción anual de entre cinco a siete cuadros por año.
Puede ser una producción lenta o rápida, explica, todo depende cómo se quiera ver, pero de lo que se trata es de estar activo todos los días, “de no dejarnos vencer por la desesperanza ni el desánimo, que es la nueva enfermedad en la que ha caído nuestra sociedad y de la que parece que todos nos estamos enfermando”.
Por esa tarea, que David se ha echado a cuestas, él no recibe un solo peso, lo hace por vocación, “por la necesidad de predicar con el ejemplo y tratar de contribuir hacia una sociedad mejor”.
Su tarea actualmente no tiene patrocinio, aunque reconoce que no le desagradaría verse financiado para llevarla a más partes.
Una de sus metas es llevar sus pláticas a las cárceles y hospitales de la zona centro del país, para tratar de ayudar a los presos que se encuentran sumidos en la depresión.
“Es un proyecto que tengo, el ir a platicar con los presos, para demostrarles que si yo, con mis limitaciones puedo hacer arte, ellos con la movilidad completa de sus cuerpos pueden transformar el mundo desde donde estén, simplemente porque somos instrumentos de algo superior que por alguna razón nos ha puesto en donde estamos”.
Él mismo es producto de la inspiración.
Cuando apenas tenía 10 años y fue atacado por la poliomielitis, cuando todos los médicos pensaban que iba a morir, ya paralizado de casi todo su cuerpo, su madre le arrimó unos pinceles y un lienzo.
Lo impulsó a no dejarse caer en la tristeza y a encontrar una nueva forma de vida.
Hoy, esa motivación, reconoce, es la más grande herencia que le fue entregada en sus manos.
Y de esa misma forma la cuida.
Todos los días trata de hacer valer cada una de las palabras de su madre.
Por eso cada mañana al salir el sol se levanta con la única encomienda que le dio su difunta progenitora: sonreírle a la vida como moneda de cambio por la oportunidad de estar respirando.
La necesidad de ser
David dice que no cambiaría nada de lo que le ha tocado vivir. Por muy doloroso que sea, está conforme con lo que le ha tocado ser.
Ese es su secreto para poder sonreír todos los días.
No ambiciona nada ni se lamenta por nada. Él se sabe simplemente un hombre al que le han tocado adversidades, pero también se sabe un ser que tiene vida y pensamiento para transformar lo que es transformable y aceptar lo inamovible.
“Soy un hombre que todos los días tiene la posibilidad de trazar su día de la forma que quiero (…) cada día es como un cuadro que hay que pintar; de uno depende qué trazos, qué colores, qué matices, qué figuras, qué tanta luminosidad, va a llevar esa nueva posibilidad que se nos presenta para definirla como una obra”.
Ese es el motor que desde hace 10 años ha comenzado a llevar a otros grupos de personas. Le gusta trabajar principalmente con gente con discapacidad, “las que piensan que no pueden aportar nada a la vida de otros, pero que tienen mucho que enseñar y enseñarse a sí mismas”.
Con el apoyo de algunos gobiernos locales, David trabaja en talleres itinerantes en diversas localidades del centro del país, a donde lleva su amor por la vida y su gusto por la pintura. Su labor ha redituado algunos frutos: ha sido capaz de implantar el virus del arte en niños con deficiencias físicas, que han encontrado en la pintura una forma de vida.
El pintor enamorado
No ambiciona riquezas, “que tampoco las rechazaría si se presentaran” -bromea-, pero está contento con lo que la vida le ha puesto por delante; tiene una esposa, dos hijos y está enamorado. Eso lo hace sentirse feliz y lo incita a a cantar mientras realiza sus trazos. Esos tarareos solo los interrumpe para darle un sorbo al café. Porque una de sus más grandes pasiones es ese elixir. No toma alcohol ni consume tabaco.
“En ese sentido me cuido mucho, trato de cuidar mi cuerpo para gozar lo que más se pueda de esta vida, que es una, es regalada y es maravillosa. Mi único vicio es el café, que me gusta beberlo como al amor: a todas horas, caliente y bien cargado”.
Zenaida, su mujer, se ha convertido en uno más de sus brazos. No solo le inspira para pintar, sino que también lo motiva para vivir. Sus dos hijos, Eduardo y Rocío, son parte del motivo de vida que todos los días encuentra para enfrentarse al lienzo en donde, dice, no solo se deja el óleo, sino también parte de su existencia y de su concepción del mundo.
Desde que está enamorado, reconoce, pinta mejor.
“El amor es el mejor vehículo para el arte; cuando uno está enamorado las cosas salen mejor, todo tiene más sentido, la vida tiene más color, hay más luz para irla regalando a quien se ponga delante de uno o frente a los cuadros que nacieron también producto del amor”.
Su mujer sabe de ese pensamiento. Por eso, todos los días mientras David se posa en su estudio, ella se mantiene cerca. Lo inspira. Le acerca algunos óleos. Le limpia la paleta y se mantiene atenta parta cambiar la música que le gusta escuchar.
“Me gusta toda la música”, dice con un tono serio, “menos los narcocorridos ni el reggaetón”, luego suelta una carcajada.
Su obra por el mundo
La obra de David, el Master de la Luz, ya ha tocado algunas ciudades de Europa, Japón y Estados Unidos, pero a pesar de ello, las autoridades culturales de México aún no se fijan en su trabajo, en una trayectoria de “más de 20 años de plasmar la luz y el sentimiento, para expresar lo que siente el alma”, según se define él mismo.
En lo último que piensa todos los días es en la imposibilidad del movimiento físico.
“Uno es tan libre como la mente lo quiera. La peor barrera de nuestro diario acontecer está en nuestras cabezas”, por eso él es positivo: “todos los días apenas abro los ojos, ya estoy sonriendo, y trato que esa sonrisa se convierta en color, luz y sensibilidad para trasmitirla en alguno de mis cuadros”.
A lo largo de su vida, David ha pintado innumerable cantidad de lienzos, pero el que más le ha gustado, que hoy se encuentra en un hotel de la ciudad de Nueva York, es el que denominó “Icono Etérico Pescando Recuerdos con el Cebo de la Luna”.
Porque finalmente eso es lo que somos los hombres, reflexiona: solo un ente en busca de lo sublime e inalcanzable, cuya búsqueda nos hace ser enteramente felices, si sabemos soportar el peso de la espera, siempre sostenidos de la otra parte que llamamos esperanza.
Él mismo tiene una certidumbre, que balancea en el vaivén de la espera: quisiera conocer a su padre.
El que nunca estuvo a su lado y del que sabe solo su nombre por pláticas con su difunta madre.
“No lo conozco, y me gustaría saber qué ha sido de su vida.
Solo sé que se llama Alberto Vázquez, vive cerca del Estados Azteca en la Ciudad de México y tiene una tienda de telas”, detalla David.
Ese deseo, conocer a su procreador, es lo que justo en estas fechas de Navidad le gustaría que fuera su regalo, “porque me gustaría platicar tantas cosas con él, solo para poner en claro algunas ideas, por ejemplo, por qué este deseo de vivir tan intenso que tengo”.
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