Salaverna: el pueblo que se tragó la mina

En Salaverna sopla el viento del silencio. Todo el pueblo está quieto. Solo algunos perros que husmean entre botes de basura abandonados y tres familias, pueblan el lugar; todos se fueron de Salaverna. 

 

200
casas fueron construidas a mitad del semidesierto zacatecano
Para la extracción de esos metales se utilizan más de 27 mil toneladas de ácido sulfúrico y cerca de mil 200 metros cúbicos de queroseno, en forma mensual 

En Salaverna sopla el viento del silencio. Todo el pueblo está quieto. Solo algunos perros que husmean entre botes de basura abandonados y tres familias, pueblan el lugar; todos se fueron de Salaverna. 

 

Los más de 5 mil habitantes han sido desplazados de a poco. En 2010, la empresa Frisco-Tayahua –propietarios de la mina- buscaron comprar los terrenos de la comunidad para cambiar de minería en el subsuelo a una mina cielo abierto.

 

Primero les ofrecieron pagarles 500 pesos por hectárea y ante la negativa fueron subiendo el precio hasta llegar a los 5 mil.

 

Algunos aceptaron.

 

Pero a los que se quedaron vieron –un día, hace ya tres años– cómo funcionarios del Gobierno estatal de Zacatecas y algunos ejecutivos de la minera llegaron a Salaverna y convocaron a una reunión.

 

Allí les explicaron a los vecinos que la minera y el Gobierno estatal les regalarían casas en otro lugar: se decretó el nacimiento del poblado Nuevo Salaverna.

 

“¿Por qué me voy a ir?”, dice Lucía, una mujer de no más de 30 años que atiende un desolado tendejón con anaqueles vacíos.

 

“No tengo por qué irme”, se envalentona, “esta es mi casa… este es mi suelo”.

 

Pero en realidad, el suelo que pisa Lucía, sus padres, su marido y dos de sus hijos, no le pertenece; todo el suelo de Salaverna es propiedad de la minera Tayahua, una subsidiaria del grupo de Frisco, del empresario Carlos Slim Helú, la que desde hace cuatro años arreció la explotación del yacimiento de cobre que se encuentra bajo el suelo de Salaverna.

 

Pero en la mina de Salaverna, que se extiende más de 400 hectáreas por debajo de todo el poblado, no solo se extrae cobre. Ahí se encuentran grandes yacimientos de plomo, plata y zinc.

 

Por eso, a los vecinos de Salaverna les prometieron “las perlas de la virgen” para que se fueran del pueblo.

 

La minera Frisco ofreció la construcción de una vivienda para cada una de las familias que aceptaran abandonar el sitio, pero casi la mitad de los pobladores se negó. Ellos decidieron quedarse sobre el suelo que los ha visto crecer por generaciones.

 

Con una inversión superior a los 670 millones de pesos, la minera de Frisco, con el respaldo del Gobierno estatal, construyó el poblado de Nuevo Salaverna. Enclavó un complejo de 200 casas a mitad del semidesierto zacatecano, a solo cinco kilómetros de la cabecera municipal de Mazapil, en donde también se construyó un parque recreativo, una iglesia y una clínica del Instituto Mexicano del Seguro Social.

 

Solo las primeras 200 familias que aceptaron la reubicación, tuvieron cabida en el “pueblo modelo”, el resto de los pobladores que intentaron buscar acomodo cuando comenzaron a resentir problemas de salud, ya no tuvieron cabida.

 

Por esa razón, decenas de familias de Salaverna tuvieron que desplazarse, ubicando su destino en las cabeceras municipales de Mazapil y Concepción del Oro.

 

Solo tres familias decidieron quedarse. 

 

Son los guardianes de un pueblo en desgracia.

 

Desplazados por el miedo

 

Aun cuando la extracción de cobre en Salaverna se arreció con la presencia de la minera Frisco, desde hace décadas, a mediados de 1980, el suelo de esa comunidad ya era explotado. 

 

El subsuelo de ese pueblo ha tenido varios dueños: primero fue la empresa Peñoles, después Providencia Año Nuevo, y ahora Frisco-Tayahua.

 

Hasta antes de la llegada de Frisco, ninguna minera había tenido la fuerza para desplazar a todo el pueblo a fin de poder explotar la riqueza de ese banco de cobre, plata, plomo y zinc. Siempre se había registrado una resistencia de los vecinos para que las excavaciones no tocaran los veneros de agua que suministraban a la población. 

 

Nadie, de los pocos que quedan en Salaverna, sabe a ciencia cierta cómo hizo la minera para alcanzar de los gobiernos estatal y federal el respaldo oficial para desplazar a toda la población. 

 

Lo único que saben, es que el mismo gobierno local fue participe del desplazamiento que, incluso, logró fracturar familias completas.

 

Primero les dijeron, señala la versión de algunos vecinos, que el desplazamiento era lo más viable para que los trabajos de la minera no importunaran la vida cotidiana de los vecinos, les argumentaron que el ruido y el paso de los camiones les arrebatarían la tranquilidad a la que estaban acostumbrados.

 

Al no observarse ninguna respuesta de los vecinos, los que dijeron que en nada les molestaría el paso de los camiones, cambiaron el discurso: se argumentó la posibilidad de hundimientos en la tierra, con riesgo directo a las casas habitación de todo el poblado. Eso causó inquietud entre muchos, pero nada más.

 

Lo que finalmente terminó por convencer a todos los vecinos –que aceptaron a regañadientes la reubicación– fue el argumento de la posibilidad de enfermedades graves, principalmente de las vías respiratorias e infecciones en la piel, en los niños. Por eso las primeras familias en salir del poblado fueron las familias con hijos pequeños.

 

Los que aun quedan en este pueblo cuentan que para convencer a los vecinos de la necesidad de reubicación, los promotores de la iniciativa llevaron médicos del sector salud de Zacatecas, los que no solo les hablaron de los riesgos a la salud, en caso de insistir en quedarse, sino que les expusieron un panorama apocalíptico que hablaba de carne desollada, enfermedades irreconocibles y dolores extremos.

 

Por eso Esteban dice que a los pobladores de Salaverna no los desplazó ni la minera ni el gobierno estatal. Fue el miedo.

 

“Fue el miedo, el que hizo que la gente decidiera irse a vivir a otro lugar y que abandonaran sus casas, muchas de ellas herencia de sus abuelos y bisabuelos que nacieron y murieron aquí”, asegura.

 

Sociedad de autoconsumo

 

Los vapores tóxicos que emanan de los tres respiraderos de la mina se pueden oler en el aire. Se escucha como bufa la tierra. 

 

“Es el dolor de la tierra que se está muriendo”, dice Esteban, uno de los pocos que decidió quedarse en su casa, donde mantiene como el tesoro más preciado una vaca y dos marranos, a los que alimenta con la pasión de una madre amorosa que mira cómo crecen sus hijos.

 

“No tenemos a dónde ir”, comenta resignado, “esto es lo único que tenemos… el suelo que era de nuestros padres y que ahora nos lo han quitado. Esta es la única herencia que ya no se la vamos a dejar a nuestros hijos, porque la minera se la está acabando”.

 

En Salaverna, hasta antes de que el Gobierno federal otorgara la concesión formal para la excavación y la extracción diaria de más de 5 mil toneladas de tierra, enriquecida de metales valiosos, la actividad reinante era la agricultura y la ganadera; el 90 por ciento de los habitantes vivía del pastoreo y del cultivo de granos. De eso ya no queda nada.

 

Las tres familias que habitan el lugar mantienen una economía basada en el autoconsumo: su dieta se centra en la ingesta de huevo, carne de pollo y a veces, solo en muy contadas ocasiones, comen carne de cerdo. 

 

También se alimentan de maíz y frijol que ellos mismos cultivan en sus tierras.

 

Y es que desde que se registró el éxodo masivo, dejaron de acudir a ese poblado las camionetas de abasto de alimentos. Ahora ellos tienen que buscar, con sus propios medios, la forma de abastecer sus necesidades acudiendo a Mazapil o a Nuevo Salaverna para comprar refrescos, botanas, pan y otros alimentos procesados.

 

En medio de esas carencias, Lucia se ha alzado como empresaria; ella mantiene abierta la única tienda de abarrotes que existe en el pueblo. A esa tienda acuden de vez en vez algunos de los más de 230 mineros que trabajan en la mina, los que en su descanso llegan a tomar un refresco o a comprar alguna golosina. 

 

Los anaqueles de la tienda están vacíos: tres latas de atún, dos rollos de papel higiénico, cuatro cajetillas de cigarros -que se venden por piezas-, cinco doritos nachos y cuatro gansitos, dan testimonio de la pobreza que reina en ese lugar, donde cada semana el stock de ventas se renueva con apenas una inversión de 250 pesos.

 

Sumidos en la pobreza

 

“Salaverna es una población que, debido a su riqueza, debería vivir como se vive en Dubái”, dice Raymundo Cárdenas, director del periódico La Jornada de Zacatecas, sin embargo, la realidad es distinta: es uno de los pueblos más pobre de todo el país. 

 

No hay servicios públicos de ningún tipo. Los vecinos tienen que acarrear su propia agua potable desde Mazapil, a 10 kilómetros de distancia. 

 

Tampoco hay servicios de seguridad pública, ni alumbrado. Hace años que no pasa el camión de la basura. La escuela del lugar se está cayendo y el templo, donde una vez la santa patrona fue la Virgen de la Asunción, se mantiene en pie solo por la gracia de Dios. En el jardín principal se mueven dos columpios por la insistencia del viento de darle vida a ese sitio desierto.

 

De acuerdo al propio Gobierno estatal, la utilidad económica que genera la operación de la mina –por la extracción del cobre, plomo, zinc y plata– se estima en más de 2 mil millones de pesos al año, pero de esos recursos ni un solo peso se aplica en el mejoramiento de la forma de vida de los 18 vecinos que siguen viviendo en la localidad.

 

A veces solo la oficina del DIF estatal de Zacatecas se hace presente en el lugar, principalmente en la temporada de invierno, para donar cobijas, despensas y medicamentos a las tres familias que se mantienen como ejemplo de dignidad y de resistencia a la invasora presencia de la empresa minera que no ha sido capaz de rehabilitar el camino de acceso.

 

A la minera Frisco le ha resultado de mayor rendimiento, antes que reparar el camino de acceso a Salaverna, dotar de una plantilla de camiones de alto rodado para poder lograr la extracción de las 42 toneladas métricas de cobre catódico con pureza de 99.99 por ciento, que se extraen en forma diaria de las venas del suelo de ese poblado.

 

Reubicación a cambio de un empleo

 

El poblado de Salaverna se ha convertido en un pueblo fantasma. En el mejor de los casos, la mayoría de los vecinos vendieron a la minera sus tierras y sus casas. Nunca hubo una indemnización real sobre la propiedad. Aseguran que la minera pagó entre 500 y mil pesos cada hectárea que fue cedida a su favor.

 

Algunos vecinos aceptaron el pago de 10 mil pesos por sus viviendas y otros simplemente no quisieron problemas y aceptaron los 5 mil pesos ofrecidos por Frisco. A todos los que aceptaron el desplazamiento voluntario les compensaron su decisión con 2 mil pesos y el pago de la mudanza.

 

Como bono extra, los desplazados recibieron de Frisco la oferta de incluirlos en los programas de alimentación y salud que ofrecen los programas federales de combate a la pobreza, para recibir atención médica y alimentación gratuita, además del ofrecimiento de incluirlos en el programa progresa del Gobierno federal.

 

También se les hizo el ofrecimiento de darles trabajo no solo dentro de las actividades de la minera en el yacimiento de Salaverna, sino dentro de las instalaciones de la mina Peñasquito, el yacimiento más grande de oro de México, que explota Frisco en el municipio de Mazapil, a solo 20 kilómetros de distancia, donde se les contrató con sueldos que van desde los 700 hasta los mil 582 pesos por semana.

 

Casi todos los jefes de las familias de Salaverna, que aceptaron el desplazamiento, ahora son contratados por la minera Frisco; los que no saben leer ni escribir son guardias de seguridad, en tanto que los que cursaron la primaria y/o la secundaria, trabajan en las áreas de extracción bajo un programa estricto de vigilancia que les impide la ingesta de alcohol, aun en sus días de descanso.