¿Dónde quedó el petróleo?
Ayer, la Organización de Países Exportadores de Petróleo (OPEP) y sus aliados determinaron que extenderían el acuerdo de congelamiento a la producción durante nueve meses. La medida pretende impulsar la recuperación de los precios del crudo, que no han podido acercarse a su nivel previo a junio de 2014, cuando inició la debacle del mercado energético global.
Hace 30 años, esta noticia habría sido una señal netamente positiva para la economía mexicana. Ahora, su interpretación depende del cristal con que se mire: México ha dejado de ser un país petrolero.
Rodrigo Carbajal
Ayer, la Organización de Países Exportadores de Petróleo (OPEP) y sus aliados determinaron que extenderían el acuerdo de congelamiento a la producción durante nueve meses. La medida pretende impulsar la recuperación de los precios del crudo, que no han podido acercarse a su nivel previo a junio de 2014, cuando inició la debacle del mercado energético global.
Hace 30 años, esta noticia habría sido una señal netamente positiva para la economía mexicana. Ahora, su interpretación depende del cristal con que se mire: México ha dejado de ser un país petrolero.
Esto quedó de relieve con la publicación de la balanza comercial de mercancías del mes de abril. De acuerdo a datos del INEGI, apenas el 5.34 por ciento de las exportaciones mexicanas registradas el mes pasado corresponde a bienes petroleros. Esta proporción se ha diluido dramáticamente desde que entró en vigor el Tratado de Libre Comercio de América del Norte (TLCAN).
México pasó de ser una economía petrolera, altamente vulnerable a los vaivenes del mercado energético internacional, a una economía con un fuerte componente manufacturero, fincado en el TLCAN. La balanza comercial de mercancías revela que alrededor del 89 por ciento de las exportaciones mexicanas corresponden a manufacturas.
Este cambio también ha significado una reconfiguración radical de las finanzas públicas. En el 2012, año en el que el precio del petróleo promedió los 94 dólares por barril, México financió el 39.44 por ciento del presupuesto del sector público con ingresos petroleros. En el 2016, la renta petrolera financió solo el 16.28 por ciento de los gastos del gobierno y las entidades descentralizadas del Estado.
Ya no somos petroleros
Históricamente, México ha sido asociado como un país petrolero. En el 2014, cuando inició un marcado periodo de depreciación del peso mexicano frente al dólar, analistas como Gabriel Casillas, economista en jefe de Grupo Financiero Banorte, atribuyeron este fenómeno a la caída de los precios del petróleo.
Un año antes, durante el proceso reformatorio de la administración de Enrique Peña Nieto, la expectativa de la apertura energética generó una perspectiva internacional de tal magnitud que el gobierno dijo que México estaba listo para crecer a tasas de 5 por ciento anual para finales de sexenio.
En ese sentido, puede argumentarse que la identidad económica del país está vinculada al TLCAN y a la ventaja de los bajos costos laborales de la plataforma exportadora mexicana, los cuales hacen de América del Norte una de las regiones más competitivas del mundo.
Esta consideración, patente en el hecho de que la primera prioridad del Estado mexicano es la de salvaguardar el status quo económico en la renegociación del TLCAN, ha relegado a la industria petrolera a un segundo plano.
La cuarta fase de la Ronda Uno, en la que se asignaron los campos de aguas profundas del golfo de México a empresas privadas, fue considerada un éxito por las autoridades energéticas mexicanas y por los participantes de la industria.
No obstante, la asignación de nueve de 10 campos, con un potencial de inversión de 44 mil millones de dólares, deja claro un punto que no ha sido propiamente entendido por prominentes miembros de la clase política: el sector petrolero representa un foco de inversión, pero no el eje del desarrollo mexicano.
Luis de la Calle, un economista, argumenta que el enfoque que debe seguir la política económica mexicana en relación al petróleo es uno de sustitución de activos. Se sugiere etiquetar los ingresos petroleros con anticipación, asignándolos a gasto en infraestructura, no al gasto corriente o pago de intereses.