Escribe desde Los Ángeles
México llama la atención del mundo porque hay cierta ecuanimidad en su existir a pesar de los graves problemas que lo aquejan.
Se dice también que el país tiene grandes reservas de recursos naturales, pero pocas veces se toma en cuenta que los frutos de esa riqueza se los quedan corporaciones extranjeras. La conclusión es entonces que los mexicanos parecen alegres porque en realidad desconocen las operaciones financieras que han enriquecido a una pequeña minoría. Bien dicen que únicamente es feliz el que menos sabe.
El tema más importante de ahora es el de siempre: la distribución de la riqueza. Este es un concepto muy maleable, y más de uno podría sospechar que se trata de una forma disfrazada del despojo.
Desde finales de los años 60, cuando el comunismo se volvió la peor pesadilla de los empresarios y grandes comerciantes nacionales, la verdadera esencia de la economía (que remite a su etimología: la administración del patrimonio), se comenzó a percibir cada vez más cómo dar beneficios a quien no se lo merece.
Por eso, para mejorar las condiciones de vida de la población en cuyas manos no está el poder para invertir y obtener réditos, se debe comenzar por educar a las nuevas generaciones para que, en lugar de percibir la economía como una forma de acumular poder monetario y acceder a ciertos beneficios, se vea como la primera etapa, y por lo tanto, la más importante, de un proyecto nacional cuyos principales objetivos sean la armonía y ofrecer la misma cantidad de oportunidades para todos.
El paradigma a cambiar es, por lo tanto, el de la educación. México invierte menos en este aspecto que otros países más desarrollados de la región, como Brasil, lo cual lo pone en una posición desfavorable.
Es necesario que la educación no solo capacite a los niños y jóvenes para manejar la información y la tecnología –principales componentes de la actualidad– sino que también los haga conscientes de que el auténtico desarrollo económico se logra pensando en el beneficio común.
Esto no es nada nuevo, y quizá por eso sorprende que no se haya dado del paso para una formación de la empatía en los ciudadanos mexicanos. Solo así podrán ir superándose poco a poco las nocivas prácticas individualistas, que buscan furtivamente la satisfacción personal, para dar paso a una conciencia de comunidad que nos permita obtener beneficios del potencial material y humano de nuestro país, y entonces sí, ser auténticamente dichosos y no solo distraídos o ignorantes.