Muchas veces, el conflicto nos ilustra. Si nos dejamos ilustrar.
Resulta que en Brasil se dio un episodio singular en una escuela de gran referencia en Sao Paulo. Un alumno asistió a la escuela en falda, a propósito de la celebración de una fiesta tradicional (festa junina).
El alumno fue retirado del aula, el profesor lo reprendió con alguna alusión denigradora a los gays y fue amonestado. Al día siguiente se solidarizó con su compañero otro alumno y asistió también en falda. Fue amonestado y regresado a su casa. Entonces se molestó su madre y encaró a la escuela. Hubo reacción en masa de un grupo de alumnos, todos en falda… y así siguió y el conflicto se desató, cobró dimensiones y el debate comenzó a instalarse.
Hasta que entró la prensa y el Director de la escuela acabó dando una entrevista poco feliz a la Folha de Sao Paulo en la que no encontró el tono adecuado para compensar en su discurso la tensión de intereses incompatibles que pretendía administrar; los del conservadurismo y sus valores normales y los de la tolerancia y la buena y abierta gestión de la diversidad y la libertad. Y acabó naufragando en frases poco felices como la de que la escuela “no es una galería de arte”. Y en ese punto está el tema. Viró escándalo.
La escuela se llama Bandeirantes; el Director, Mauro de Salles Aguiar.
Yo sé que debería enfrentar el tema por la vía de qué hacer ante un conflicto como este, tanto del lado de la escuela, sus profesores y directivos, como del lado de los padres y los alumnos. Pero no veo sentido a tratar de recetar “soluciones” al problema antes de entender mejor cuál es el problema y de qué índole se trata. Si no, como otras veces, el desaforado pragmatismo de las soluciones nos llevará otra vez a tapar la base problemática del asunto.
Estamos ante un verdadero problema porque en rigor de verdad no tiene solución. No la tiene –digo- si por solución entendemos la remisión total de los efectos del problema; su anulación.
Este es un problema porque de él nadie sale igual a como entró; porque deja marcas; porque redefine; porque obliga a la reconfiguración. Porque desestabiliza. Porque nos atraviesa.
La escuela está todo el tiempo, en cada cosa, enfrentando esta tensión no sintetizable entre el ser y el deber ser; lo admita o no, lo sienta o no, en la escuela permanentemente hay una fricción por debajo que recalienta los espacios y los vínculos y la vuelve un campo minado, aunque presuntamente desactivado. Desactivado hasta que pasa alguna cosa como esta.
No estamos ante un problema propio de la escuela Bandeirantes, de Sao Paulo en Brasil; tiene un problema la institución escuela, en todas partes. Me refiero a lo que mejor conozco, América Latina.
El problema latente de todas las escuelas se manifestó en la gran escuela brasilera; podría haber sucedido en cualquier otra, exactamente igual. La escuela hoy es un artificio que ya no aguanta. Pretende conciliar mundos inconciliables y que solo conviven si su estereotipo suplanta a su realidad.
La escuela tranquila y asentada es la escuela estereotipada en la que un alumno es un alumno impostado, un profesor es un profesor impostado y la familia juega el juego de la familia Ingalls. Solo así la escuela resiste, sobrevive. Claro, el problema es que así resiste, pero no sirve. No sirve para educar a los alumnos como queremos educarlos, quiero decir. No sirve para hacer lo que hoy día tiene que hacer. Y en esto sobran las evidencias…
Si la escuela quiere sacarse la máscara debe entrarle a lo latente. Y qué es lo latente? Que la gente es más compleja, rica, diversa y activa de lo que la institución supone o impone; que los prejuicios están, más allá de que el discurso diga que no, porque basta con el menor desequilibrio emocional para que aparezcan (en boca del Director, ante la prensa, en una situación presuntamente “controlada”).
La escuela no es la que dice ser ni los alumnos son los que decimos que son ni la familia es la que dice que es. Toca desenmascararnos. Sincerarnos. Asumirnos. Volvernos gente. E interactuar. Negociar de nuevo. Abrir caminos.
Si la escuela quiere ser escuela para la vida está obligada a abrirse generosamente al juego social; y el juego social es éste que incluye las faldas de los hombres, el sexo prematuro o lateral, la denigración social, las debilidades de carácter, las presiones y las emociones, las pulsiones, los prejuicios y las hogueras de vanidades.
El “conflicto escolar ilustrado” de Brasil nos puede ayudar a entendernos mejor, si nos dejamos. No estamos para negar más. Algo está minando las bases históricas de la escuela; algo imparable, aunque no se manifieste. Pero no quiero que suene a algo malo porque no lo es. Simplemente es. No neguemos, por favor.
No trabajemos (como nuestro querido colega Director) para restablecer siempre el status quo anterior porque cada vez más seguido –y previsiblemente- nos sale mal y porque ese no es nuestro trabajo. No presumamos un arte menor que es el de la negación elegante, porque no nos alcanzará, además de ser éticamente discutible. Abrámonos. Todos, porque el conservadurismo impostado de la escuela tiene muchos más representantes activos y cómplices en general que la dirección y cuerpo docente de las escuelas; buena parte del tejido social, directa e indirectamente, construye y sostiene esa matriz retrógrada de opinión.
Pero volviendo. Por eso no presento las soluciones. Porque las soluciones que suele presentar la corporación educativa, más que pasos al frente son regresiones disfrazadas, funcionales a la obturación del problema, que es el verdadero y profundo motor de la transformación educativa que tanto necesitamos.
Tal vez lo único que me gustaría recomendar a la escuela Bandeirantes, a las miles de miles de Bandeirantes que enfrentan periódicamente conflictos como este, es que los exploten, es decir, los vuelvan debate abierto, los pongan a producir.
Abran foros con alumnos, padres, maestros; discutan; hagan asambleas; no dejen que el conflicto, que es un gran motor social, se desvitalice por falsas soluciones. En el conflicto hay una enorme oportunidad vital para la institución escolar.
Por eso decía que el conflicto nos puede ilustrar. Por eso digo ahora que nos debe ilustrar.