En una inmensa cama yace la emperadora Dowager Cixi, su séquito de sirvientes guarda un silencio inmutable, mientras que a las afueras del palacio de la Ciudad Prohibida decenas de monjes budistas emiten un cántico que se repite al unísono.
Ante este lecho de muerte, la suprema gobernadora recibe al pequeño Puyi para elegirlo a él como nuevo emperador de China, minutos después la longeva mujer fallece en medio del salón concurrido; con el último suspiro su boca queda entreabierta, lo que uno de los mozos aprovecha para insertar una enorme perla negra.
El mutismo en la sala era espectral, corría 1988, la pantalla OMNIMAX, del Centro Cultural Tijuana, albergaba esta proyección en amplio formato, la primera función de cine del que escribe y esa escena quedaría fijada de por vida a escasos 4 años de edad.
Tal vez para alguien que apenas aprendía el lenguaje verbal, de expresión corporal y el asimilar el mundo como un ente ajeno, ese instante en filme carecía de interpretación; sin embargo, algo germinó ahí, cuando vi por primera vez El último emperador.
Con el tiempo llegarían otras películas, más fabricas de sueños, mundos paralelos que se vuelven reales en una pantalla, pero Bernardo Bertolucci fue el primero, gracias a él de manera indirecta, llegó la insurrección a mi vida.
Y es que Aisin-Gioro Puyi se mantuvo fiel a sus ideales, aunque haya tenido que ser exiliado de su propia nación, para después ser encarcelado durante una década como prisionero político.
Años después vendría El último tango en París (1972), que tras un día devastador TCM ofreció en su programación nocturna esta visión de un amor sin límites, irreverente, que desde el anonimato estaba dispuesto a amar hasta morir.
Ahí entendí que todo lo que nos ha enseñado Hollywood acerca del romanticismo está equivocado, porque esa óptica ofrece una mirada menos hipócrita de cómo la moral del ser humano está totalmente podrida y sublimada.
Bertolucci me enseñó que hay que ser inconforme, a alzar la voz ante la calumnia, incluso si eso es retar a la autoridad, la cual suele estar equivocada y prefiere ser soberbia que aceptar sus errores y equivocaciones.
¿Por qué ir con los cánones que dicta la normalidad? ¿Dónde está la vieja escuela de directores que se atrevían a lo locuaz, salir de lo ordinario y reinventar el séptimo arte? ¿Quién llegará para dar un nuevo vuelco al cine como lo hizo Bertolucci?
Nunca hay que dejar de arriesgarse al momento de gritar ‘¡Acción!’ e improvisar llegado el momento, sólo ahí seguirá viviendo el ingenio de este cineasta italiano que llevamos dentro de nosotros.