Los tatuajes son hermosos. Son crudos. Duelen. Son declaraciones de protesta, de política, de belleza, de religión, de luto, de odio, de amor, de fe, o quizá, nada más son un acto nostálgico por preservar la propia memoria.
El tatuaje se puede observar como un acto que pretende singularizar a unas personas de otras. Pero, para entender mejor el rol del tatuaje en el seno de la sociedad y el valor que otorga a unas personas –y que no otorga a otras–, va a depender de la geografía de este fenómeno social.
Hace no mucho tiempo, en Occidente, el tatuaje era un sello que marcaba una distinción que discriminaba lo civilizado de lo brutal. Era un estigma de lo criminal, de lo raro, de la atracción de circo, la marca del que animaba los shows de fenómenos humanos, y, posteriormente, se convirtió en la marca que identificaba lo marginal de lo burgués dentro de las grandes capitales industriales.
Por el contrario, en las sociedades llamadas “primitivas”, es decir, dentro de los mundos orientales, africanos y de Oceanía, el tatuaje era una práctica milenaria que fungía un rol social jerárquico.
Era una distinción religiosa y mística que acompañaba los “ritos de paso” dentro de la comunidad. En otras palabras, el bautizo de un niño, se perpetuaba con su primer tatuaje.
Durante la primera mitad del siglo 20, en efecto, el tatuaje se desarrolló dentro de las tribus urbanas y círculos marginados, y ahí permaneció clandestino hasta que el gesto fue expuesto por los medios de comunicación acercándonos al siglo 21.
Pero antes, en su práctica estigmatizada y alienante –a menudo relacionada a prostitutas, presos, prisioneros de campos de concentración–, había que marcar a la gente como ganado, para privarles de identidad, deshumanizarles bajo la marca indisoluble de un signo, y, posteriormente, en base a la marca impuesta, no olvidarnos (los civilizados) de excluirles de por vida.
En el seno de ésta función discriminatoria, paradójicamente, el tatuaje evolucionó hasta convertirse en un instrumento para la (re)apropiación del cuerpo, y se volvió un signo, no ya de pérdida de identidad, sino de reafirmación de la misma.
Los tatuajes realizados dentro de las cárceles entre los propios presos, dio un giro radical a la idea de tatuar: ahora se trataba, no de ser tatuado, sino de tatuarse.
La práctica del tatuaje dentro de las cárceles pasó de ser un acto de “marcado de ganado”, a una práctica de pertenencia y recuperación de ésa identidad arrebatada.
Actualmente, la publicidad y la moda se aprovechan de esta práctica y sus códigos.
Y con esta mundialización, el tatuaje perdió, por un lado, su exclusividad y su carácter ritual dentro de las sociedades tradicionales de Oriente; y por el otro, dentro de las sociedades urbanas y de estilo de vida “occidentalizado”, se desvaneció su marginalidad, para introducirse a la sociedad como un adorno corporal mundialmente compartido y aceptado, como una de las prácticas de modificación corporal más amplias (entre el piercing, faquirismo, burning, etc.) y, sobre todo, como un síntoma social de la identidad contemporánea portadora de un mensaje o signo de pertenencia a un grupo definido.
Un arte milenario
El tatuaje es tan antiguo como la humanidad. Ha viajado a través de todas las culturas con matices extraordinariamente complejos.
En las culturas de la Polinesia, la cabeza y la cara de una persona eran las partes más veneradas, donde el tatuaje no era una decoración superficial y, de hecho, operaba como una transformación que daba una identidad social. Esta alteración estética del cuerpo, lejos de desfigurar, permitía reconfigurar a la persona dándole un rango específico, pero también una memoria personal que estaba diseñada para evolucionar a lo largo de la vida: la cara se volvía cresta de la familia y, al mismo tiempo, su archivo personal. Podría decirse que el tatuaje era un trasplante de arte en el cuerpo humano que separaba a los vivos de su propia desnudez.
La misma palabra proviene de las lenguas polinesias, del tahitiano tatau que significa dibujo y fue introducida en Europa, por primera vez, por la tripulación del Capitán Cook. Por eso, Inglaterra será el primer país europeo en descubrir y desarrollar el tatuaje.
Sin embargo, los tatuajes perdieron su atractivo en casi toda Europa poco después de la Segunda Guerra Mundial: durante muchas generaciones el acto de tatuar nunca volvería a ser lo mismo después de la existencia de los campos de concentración.
En Estados Unidos, mientras que el tatuaje ya era practicado por algunas tribus nativas americanas, la ciudad de Nueva York será el punto neurálgico del arte del tatuaje. Martin Hildebrandt abre la primera tienda oficial en Nueva York en 1846 y Samuel O’Reilly desarrolla la máquina eléctrica en 1881.
Sin embargo, por “aparentes” cuestiones de salubridad, las tiendas de tatuajes cerraron y los tatuadores operaron de manera clandestina durante más de 30 años, entre los años 1960 y 1997, año en que fueron reabiertas y el tatuaje legalizado.
Hoy, casi el 25 por ciento de los estadounidenses están tatuados, según una encuesta hecha en 2012 por la empresa de sondeo Harris Poll. Los tatuajes son una practica tan solicitada, que han transformado los ateliers de maestros del tatuaje en Tokio, París, Los Ángeles y Nueva York en verdaderas galerías de arte.
Los cuerpos de la subversión: el tatuaje en la mujer
Una de las primeras mujeres famosas en mostrar abiertamente sus tatuajes fue: un brazalete de flores en su muñeca izquierda y, en su pecho, un corazón.
Durante la mayor parte de la historia, el tatuaje ha sido una preocupación masculina, ya sea como un ejercicio de rebeldía o una afirmación de su virilidad. Pero, el libro “Bodies of Subversion: A Secret History of Women and Tattoo”, publicado en 1997 por Margot Mifflin, examina el tatuaje en el mundo occidental desde una perspectiva femenina.
En la década de los 20, las mujeres tatuadas eran en su mayoría para ser exhibidas en freak shows y en espectáculos de circo, donde podían hacer más dinero que los hombres tatuados (entre 100 y 200 dólares a la semana), y de donde salieron celebres historias como la de Artoria Gibbons – quien en su show contaba que su esposo la había tatuado a la fuerza por un arranque de celos–, o Djita Salomé, “la policromía viviente”, o Maud Arizona “la de los mil 500 dibujos de colores”.
Y a pesar de que el tatuaje vivió por muchos años “la persecución social y sanitaria” en Estados Unidos, desde finales de los años 80, los tatuajes han sido “emblemas de empoderamiento en una era de avances feministas”, declara Margot Mifflin en The New York Times. También son “insignias de la autodeterminación en un momento en que las controversias sobre el derecho al aborto, las denuncias a las violaciones y al acoso sexual” han hecho a las mujeres “tomar el control de sus cuerpos”.
Y es que, por primera vez en la historia del tatuaje, “las mujeres tienen más probabilidades de estar tatuadas que los hombres” según la misma encuesta de Harris Poll, aproximadamente el 23 por ciento de las mujeres se tatúan contra el 19 por ciento de los hombres que lo hacen. Lo que hasta hace algunos años era un emblema de marginación, se volvió una victoria de la autonomía.