Vivir en pobreza afecta al cerebro
La pobreza no solo afecta las necesidades básicas del hombre. Un estudio publicado este año en Proceedings of the National Academy of Sciences (PNAS) demostró que quienes crecen en un entorno de pobreza tienen más problemas para regular sus emociones cuando llegan a la edad adulta.
Eugenia RodríguezLa pobreza no solo afecta las necesidades básicas del hombre. Un estudio publicado este año en Proceedings of the National Academy of Sciences (PNAS) demostró que quienes crecen en un entorno de pobreza tienen más problemas para regular sus emociones cuando llegan a la edad adulta.
Y otra investigación, publicada esta semana en JAMA Pediatrics, corroboró esta teoría e indicó que la pobreza en la infancia está asociada a una reducción del volumen de dos áreas del cerebro conocidas como el hipocampo y la amígdala, que están involucradas en funciones como la memoria, las emociones y el aprendizaje.
También se encontró que los niños que fueron criados en hogares pobres tenían menor volumen de materia blanca y sustancia gris en la corteza cerebral, en comparación con los pequeños que crecieron en un ambiente cuya economía era más favorable.
En este estudio, investigadores de la Escuela de Medicina de la Universidad Washington, explicaron que estos efectos negativos en la anatomía del cerebro se deben particularmente al estrés crónico y a la ansiedad que sufren los niños en un entorno de escasos recursos.
A esto le antecede el problema de la falta de apoyo, cuidado y atención por parte de los padres, quienes viven bajo un estado de incertidumbre o inseguridad que trae consigo una situación financiera difícil.
Los autores estadounidenses concluyeron que una atención de calidad por parte de los padres debe ser un objetivo de salud pública enfocado en la prevención y en la intervención temprana.
Y esto “se puede lograr a través del apoyo y la educación parental, junto con programas preescolares que ofrezcan un buen suplemento para el cuidado y la seguridad de los niños pequeños más vulnerables”.
Para llegar a esta conclusión, los investigadores evaluaron, anualmente, la conducta de un grupo de niños de entre tres y seis años de edad durante varios años. El análisis fue combinado con estudios de imagen por resonancia magnética funcional (IRMf).