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Más allá de la guerra que persiste en Michoacán, donde siguen recios los enfrentamientos entre células de Caballeros Templarios y grupos de autodefensas, surge el drama de los otros perseguidos. El de las familias de los que fueron jefes de plaza del cártel que gobernó a Michoacán, y que hoy –asediados por los grupos de civiles armados de las autodefensas- se esconden con miedo.
Atrás quedó la opulencia y displicencia de mujeres emperifolladas y juniors omnipotentes. La historia se ha revertido. Ahora sobre las familias de los principales jefes de plaza del cártel templario recae la venganza: pesan sendas sentencias de muerte. Por eso huyeron de Michoacán y se diseminaron en lo más recóndito del territorio nacional.
Durante el auge de la época del terror, los michoacanos fueron sometidos al gobierno tácito que impusieron Nazario Moreno González “El Chayo”; Servando Gómez Martínez “La Tuta”; Enrique Plancarte Solís, “El Kike”; Dionisio Loya Placarte, “El Tío”; Samer José Servín, Héctor Chávez Quiroz, “El Mariachi”; Francisco Galeana Núñez, “El Pantera”; Jesús Vázquez Macías, “El Toro”; Joaquín Negrete Arriaga, “El Alegreti”; Héctor Guadalupe Partida y Heliodoro Moreno Anguiano.
La mayoría del estado mayor del cártel está desmovilizada. Unos fueron abatidos y otros están encarcelados. De acuerdo a cifras de la Procuraduría General de la República (PGR), hasta marzo del 2015, ya habían sido detenidas mil 542 personas de las que al menos 268 eran parte de la estructura de mando de la organización criminal.
Reporte Indigo pudo contactar a algunos de los hijos de los jefes de plaza que mantuvieron asolado todo el estado. Son parte de una realeza caída, que vive a hurtadillas, la mayoría de ellos en la absoluta pobreza. Fueron despojados de todo. Y lo que no les arrebataron, ellos mismos se lo quitaron: la mayoría ha cambiado de nombre. Tratan de sepultar un pasado que no solo no los deja vivir, sino que amenaza con hacerlos morir.
En una suerte de venganza y barbarie, a las esposas e hijos de los que bajo la ley del terror gobernaron a Michoacán, les despojaron de todo. Los grupos de autodefensa, apenas ingresaron a las zonas controladas por los jefes del narco, decomisaron viviendas, vehículos, huertas, ganado, propiedades acumuladas ilegalmente. Pusieron precio a las cabezas de los familiares directos de los jefes templarios.
Las opulentas mansiones que contrastaron con la pobreza reinante en los llanos y cañadas, desde la Costa hasta la Tierra Caliente, edificadas a gusto de los templarios, hoy son cuarteles de los grupos de autodefensa. En el mejor de los casos son casas abandonadas. Los añicos de cristales y paredes hablan del desprecio escupido por la población, que las blanqueó a pedradas.
Por eso, algunos de los hijos de los jefes del narco decidieron no quedarse a ver cuál sería el resultado de su persecución. Los grupos de autodefensas han logrado detener a cerca de 36 familiares directos de jefes del narco y todos han sido procesados por el delito de lavado de dinero y/o uso de recursos de procedencia ilícita. Todos los detenidos se encuentran recluidos en cárceles federales. En los últimos tres años, al menos 18 familiares de jefes de plaza han aparecido ejecutados en las regiones de Lázaro Cárdenas, Sierra Nahua y Tierra Caliente.
De ‘niña de papá’ a cajera de autoservicio
Dice que le llame Elisa aunque no es su nombre verdadero. Tiene 24 años y desde el 2012 salió de Michoacán. Su intención era viajar a Estados Unidos, junto con su madre y hermanos, pero optó no llegar a Tijuana.
“Dicen que allí andaba un grupo de autodefensas cazando a las familias de los templarios”, explica. “Nosotros no quisimos arriesgarnos”.
Voltea hacia todos lados. Se le nota el temor.
“Todos los días uno vive con miedo”, dice mientras esconde la mirada. En los últimos tres años se ha cambiado de ciudad y de nombre en dos ocasiones. Salió de Michoacán porque sobre ella pesan dos amenazas: violarla y matarla. Fue la sentencia que le dictó un grupo de autodefensas que busca vengar la muerte de por lo menos 12 niñas muertas a manos de su padre.
Elisa todavía no puede creer por las que está pasando. El pelo rojizo con el que intenta cambiar su imagen ya amenaza con raíces rubias.
“Es que no me lo he pintado. Se me olvida”, reconoce intentando sonreír al descubrir la mirada del reportero. “Hasta a eso me he tenido que ir acostumbrando”.
Todos en su familia intentaron cambiar de imagen. Los muchachos, unos se raparon y otros se tiñeron también el pelo. Su mamá se hizo la base.
“Se ve muy chistosa con su pelo chino. Parece una negrita güera”.
-¿Cómo vivían en Michoacán?
“No nos faltaba nada, más bien nos sobraba todo. Había lujos al por mayor. Yo era la niña consentida de mi papá. No había nada que no le pidiera y que no me lo cumpliera. Para un cumpleaños le pedí que me llevara banda, y me llevó tres bandas y me regaló un BMW. A mis hermanos sin que fuera ocasión especial les regalaba motocicletas y autos. El dinero era algo que nos sobraba.
“Nosotros sabíamos que estaba con Los Templarios. Pero no sabíamos que le achacaron la muerte y violación de 12 niñas”. No puede contener el llanto cuando habla de su padre.
“Ahora los autodefensas quieren que yo pague por esas muertes, no creo que sea justo ¿o sí? Mi papá ya pagó con su muerte. Por eso es mi miedo de todos los días. Porque siento que en cualquier rato me raptan”.
Cuando salieron de Michoacán lo hicieron tomando solo unos fajos de dólares que tuvieron a su alcance cada quien. El chofer que servía a la familia ayudó a sacarlos de la zona de Tierra Caliente. El dinero les alcanzó para vivir, brincando de ciudad en ciudad, por un año. Luego decidieron asentarse donde actualmente viven y allí todos comenzaron a buscar trabajo. Consiguieron actas falsas y tratan de comenzar una nueva vida.
Elisa cubre el turno de la tarde en la fila de cajas de una tienda de autoservicio. Gana 980 pesos a la semana.
“Eso lo daba de propina cuando iba a los antros en Morelia”, dice acordándose y riéndose de su pasado. Ahora, con ese dinero tiene que vivir. La casa que habita con su madre y hermanos, está a las afueras de la ciudad. A veces no tienen para pagar el alquiler de 640 pesos al mes. Ella espera casarse pronto para salir de la pobreza en la que vive. Le urge dejar atrás su pasado.
El junior mecánico
Pese a la pobreza en la que vive, no ha dejado el gusto por la ropa de marca. La camisa Tommy Hilfiger contrasta con los zapatos descarapelados que ya han perdido la belleza del corte italiano. Ahora usa el nombre de Juan. En Michoacán, lo buscan los grupos autodefensas para que responda –en una suerte de corte marcial- por los excesos que cometió como junior del narco hace apenas dos años.
Sonríe. Los braquetes le brillan. Sobre su cabeza pende –con una recompensa de un millón de pesos al que lo entregue- la amenaza de muerte inmediata, porque se le acusa de haber dado muerte a dos jóvenes, a los que no ejecutó directamente, pero fueron acribillados por policías municipales que estaban a su servicio. No desconoce que su padre fue el terror en toda la zona del sur de la Tierra Caliente.
Él es el hijo de uno de los jefes de plaza que cayó abatido en Arteaga. Se frota las manos cuando recuerda “sus años dorados”, cuando lo que él decía era ley. Tenía el respaldo de su padre para hacer lo que quisiera. Recuerda cuando cerró la plaza de Arteaga para tomar con sus amigos. Los policías a su mando sirvieron de valla. Tenía una escolta de tres patrullas de policías. “Pero nunca maté a nadie, eso sí te lo aseguro”, dice como su principal defensa, aunque reconoce que se pasó de la raya con algunos.
Juan salió de Michoacán apenas asesinaron a uno de sus hermanos. Huyó con lo que traía puesto. Estuvo un tiempo en Morelia, pero hasta allí lo siguieron las autodefensas. Se vino a refugiar a un pequeño poblado en el centro del país, en donde un amigo le tendió la mano y lo ha ayudado. Consiguió trabajo en un taller mecánico en donde gana como ayudante 600 pesos a la semana.
Dice que no sabe en dónde ha quedado el resto de su familia. Le quedan vivos tres hermanos y dos hermanas. Todos están dispersos. Algunos se fueron para Estados Unidos, pero él no quiere ir a la Unión Americana. Siente que está más seguro escondido en este pequeño poblado. No pierde la esperanza de regresar a Michoacán en donde dejó a su novia.
Dice que no aguanta la pobreza. Que le urge regresar a su estado para recuperar lo que le quitaron a su familia. No sabe a cuánto asciende la fortuna incautada en casas y huertas que pudo acumular su padre. Sabe que todo proviene ilegalmente, pero también sabe que es lo único por lo que puede luchar. Extraña su camioneta Cherokee blindada, la que le regaló su papá cuando salió de la preparatoria y que ahora –dice- está rotulada como patrulla de los grupos de autodefensa.
Con pena ajena
Marina tenía apenas 20 años cuando supo que su padre no era ingeniero y que en realidad era el jefe de una célula del cártel del narcotráfico en Michoacán. Hasta entonces pudo entender muchas cosas: las llegadas nocturnas, el sonar de los teléfonos a toda hora y la presencia permanente de escoltas en su casa. A sus casi 32 años entiende perfectamente que está pagando los crímenes que ella nunca cometió, pero que los sabe como de ella por haber sido parte de la vida de lujos que su padre le ofreció.
Hoy vive en la Ciudad de México. Salió de Michoacán desde hace tres años, su padre la sacó meses antes de caer abatido en un enfrentamiento con la Marina. Ella no se cambió de nombre, pero sí trata de dejar atrás el pasado criminal que la arrastra. Solo el tono de voz delata su origen michoacano. Dice que tiene mucha vergüenza por ser la hija de un templario, pero reconoce que nada puede hacer ante eso.
Se ve más resignada que inconforme con el destino de su vida.
“Yo estoy tranquila porque yo no escogí esa vida. Ser la hija de un templario yo creo que me viene más por destino que por deseo. Yo nunca quise. Yo lloré mucho cuando supe a lo que se dedicaba mi papá. Pero tampoco hice nada. Nunca hice nada por no aceptar la vida de riqueza que él me daba. Entonces en parte soy culpable y me merezco este destierro”, reconsidera.
Desde que su padre fue abatido, Marina ha tratado de utilizar lo único que considera fue la mejor herencia de su padre: su carrera de administradora. Actualmente trabaja para una empresa en donde nadie la ha relacionado con el crimen organizado, pero siempre está temerosa de ello. “Si saben de quién soy hija no solo me corren, sino que me entregan con los autodefensas”. Dice estar segura de que la están buscando en todo Michoacán.
Aunque también asegura que no hay un proceso penal instruido en su contra, Marina sabe que si es ubicada por la Policía Federal, no faltará qué delito traten de inculparle. “Porque así lo han hecho con muchos casos que yo conozco, en donde los hijos de algunos templarios están pagando los delitos cometidos por sus padres”.
Ella ni por asomo piensa en regresar a Michoacán. Dice que no vive en la pobreza, pero frente a la abundancia que tuvo, cualquier cosa es nada.