El ruletero mágico
Era una noche lluviosa en el Distrito Federal de 1981.
Sobre Avenida Churubusco, casi con Universidad, al sur de la inmensa ciudad, hay un lujoso automóvil con el cofre levantado.
El conductor permanece frente al volante. Los intentos por arrancar su vehículo han sido en vano. Ya prefiere resguardarse del aguacero.
De pronto se detiene un taxi.
Armando Estrop
Era una noche lluviosa en el Distrito Federal de 1981.
Sobre Avenida Churubusco, casi con Universidad, al sur de la inmensa ciudad, hay un lujoso automóvil con el cofre levantado.
El conductor permanece frente al volante. Los intentos por arrancar su vehículo han sido en vano. Ya prefiere resguardarse del aguacero.
De pronto se detiene un taxi.
Prende las intermitentes y baja del coche de sitio un hombre muy delgado. Se acerca al carro descompuesto y toca la ventana. El vidrio baja automáticamente mientras se talla entre dos plásticos haciendo un peculiar ruido.
“Qué onda carnal, deja le echo un ojo a tu carro para echarlo a volar”.
Un hombre de pelo cano asiente sin decir palabras y observa al taxista, ahora convertido en mecánico.
El recién llegado “ángel” mueve con agilidad las manos. El hombre canoso y elegante ve minucioso como el otro hace como los doctores mientras pasean el estetoscopio sobre el pecho de sus pacientes.
“Ahorita te lo echo a andar, carnal”.
¿Por qué me hablas de tú?, pregunta pausado el hombre que va enfundado en un traje al que no se le distingue el color entre la noche y las gotas de lluvia.
“Pues me caíste bien. Pero no preguntes dale marcha”.
El caballero gallardo va hacia al volante, mueve con su mano derecha la llave con fruición y el motor ruge.
Los dos festejan. Chocan las manos. El taxista le dice: “Manuel, para servirte”.
-Yo me llamo Carlos, ¿Cómo puedo agradecerte?
-No te apures, luego. En otra ocasión.
-¿Dónde vives Manuel?
– Antonio Caso 75, de la Colonia San Rafael. En los cuartos de la azotea, ahí tienes tu casa.
Pasa la noche como pasan las lluvias. Con el alba, Manuel escucha que tocan a la desvencijada puerta de su cuarto de servicio. Dos enormes hombres con lentes oscuros le exigen que los acompañe.
Temeroso, acepta. Lo llevan sin hablar a las oficinas de la Regencia del Distrito Federal. Entran a una lujosa oficina y le piden que espere.
Los nervios se van calmando cuando no ve maltratos ni malas palabras. De entre unas puertas de madera sale el hombre de pelo cano, Carlos Hank González, jefe del departamento del Distrito Federal entre 1976 y 1982, y le dice sonriente: “¿Me vas a seguir hablando de tú, Manuel?”.
De esa forma Manuel Lubián Medina consiguió por primera vez en su vida un taxi propio. Esa mañana, el polémico priista, también conocido como “El Profesor”, le regaló coche y placas.
Firmado de su puño y letra le dio un documento para que hiciera los trámites y se dedicara de lleno a la ruleteada.
“No me falles”, le dijo Hank palmeándolo en la espalda.
El maletín
En la esquina de Avenida Paseo de la Reforma y Río Tiber, Manuel hizo historia como taxista.
Hoy a sus 63 años recuerda que en esa esquina fundó a finales de la década de los ochenta un sitio.
No era propiamente un sitio de taxis, en realidad él y cuatro compañeros más hacían base en ese lugar.
Los conocieron rápido en los hoteles y restaurantes de la zona. En 1997 –Manuel no recuerda el mes ni el día- lo llamaron del Hotel Del Ángel para pasar por una pareja que quería conocer el Mercado San Juan de la Ciudad de México.
El taxista llegó pronto en su Volkswagen. Vestido de traje como siempre, abrió la puerta a la pareja.
El hombre llevaba un maletín que lo hacía parecer un ejecutivo.
Hablaban español, pero con una acento extraño. Ambos eran bolivianos. La mujer –la describe el taxista, que es un pícaro- “era elegantísima”. Al dar esta referencia abre los ojos intensamente.
Se dirigió al famoso mercado de artesanías y no faltó la plática. Se despidieron y Manuel ruleteó todo el día y parte de la noche. A la mañana siguiente muy temprano iba a lavar al coche cuando vio que en el pequeño compartimento que tienen los vochos entre el asiento trasero y el vidrio estaba el maletín.
Lo abrió y perfectamente acomodados había sendos fajos de dólares y una pequeña bolsa con joyas. La sangre le recorrió el cuerpo.
Y como quien mira un tesoro empezó a hablar solo.
“No. No me vas a hacer caer”. Hablaba consigo mismo como si hablara con el Diablo.
Manuel es un hombre estrictamente católico.
Asegura que una especie de miedo se apoderó de él. Si bien tenía necesidades, pues no llevaba una vida holgada, retumbaban con eco las palabras de su abuela Eustaquia: “Honradez y vergüenza hijo”, fue el consejo de la anciana a quien recuerda como un exigente general.
Esas palabras se repetían en su cabeza. Curiosamente Eustaquia es un nombre de origen griego que significa bien plantada o firme.
La lavada del coche tendría que ser después, pensó.
Se fue al hotel para entregar el maletín. Le negaron a los huéspedes pues resultó que eran funcionarios del país andino y por seguridad no podían dar información sobre ellos.
Estuvo tentado a llevar el maletín a la policía pero se imaginó a los azules repartiéndose el botín.
“No, yo se lo tengo que entregar a su dueño”.
Esperó durante dos días afuera del hotel hasta que volvió a ver a sus clientes. Les entregó el maletín intacto. Todo fue júbilo. El hombre resultó ser el Senador Walter Zuleta, un reconocido político boliviano.
El maletín llevaba 53 mil dólares y joyas que eran propiedad de la esposa.
Le ofreció una recompensa a Manuel, pero no quiso aceptarla. Su argumento fue que aceptar una recompensa sería quitar toda la esencia de un verdadero acto de honestidad como el que le exigía la educación de su abuela.
Eso sí, lo contrataron para conocer la mayor parte de atracciones turísticas en el Distrito Federal. Walter Zuleta había dado aviso de la pérdida a su embajada y también notificó el acto del taxista.
La embajada de Bolivia en México agradeció al gobierno mexicano. El entonces presidente de la República, Ernesto Zedillo, le envió una carta de reconocimiento a Manuel por su actitud ejemplar. Se convirtió en el taxista del año.
De ahí vinieron las entrevistas como si fuera una estrella: Jacobo Zabludovsky en su noticiario nocturno 24 horas; periódicos mexicanos, bolivianos, estadounidenses; programas de radio nacionales y extranjeros.
Viajó a Miami al famoso show Sábado Gigante, con Don Francisco, y con la pionera de los Talk Shows Cristina Saralégui. Todos querían entrevistarlo.
El Rey de España le mandó una carta en la que le reconocía su integridad.
Pero no para todos era un héroe.
Los mayoría de los clientes que se subían a su coche le decían: “Ah, usted es del maletín”, en un tono de desencanto. Los que agarraban confianza de inmediato le decían: “Qué pendejo es usted, yo no lo hubiera devuelto”.
Sus amigos taxistas le regalaron dos diplomas. Uno para reconocer lo pendejo que había sido al devolver el maletín y el otro, por si perdía el primero.
De pronto se lo empezó a creer. Se enteraba de que todos lo consideraban un pendejo. Meses después -recuerda con la cara enrojecida- subió al taxi una anciana.
Empezaron a platicar y de pronto la mujer lo reconoció.
-¿Tú eres el del maletín con dinero?
-Sí señora, yo soy ese pendejo.
La mujer se río a carcajadas.
-Si crees que eres pendejo porque la gente te lo dice, definitivamente sí lo eres.
El taxista se cimbró. No se esperaba esa respuesta.
La mujer le relató una fábula que Manuel cuenta alzando la mano derecha en señal de sabiduría.
“Me contó que un sapo salió a contemplar la noche y vio a una luciérnaga. El sapo la vio y dejó que se acercara y cuando la tenía bien cerca brincó para aplastarla. La luciérnaga moribunda le preguntó por qué la atacaba. Por que brillas, le respondió el sapo”.
-¿Entiendes lo que te quiero decir?, le pregunto la anciana.
Desde entonces Manuel Lubián cuenta con orgullo lo que hizo con aquel maletín y ya no siente nada de remordimiento. Está convencido que hizo lo que tenía que hacer.
Sabe que hoy más que nunca en México falta honestidad. Y él está dispuesto a que su ejemplo se expanda.
“Hay un mandamiento que dice ‘no robarás’. Eso es todo. ¿Para qué tantos mapas? Ésa es la ruta”.
Soñar con los pies
En el 2005 Manuel había caído en el juego de las serpientes y escaleras. Le tocó serpiente y empezó un descenso estrepitoso.
Hacía unos años había quedado viudo. No tenía placas y no podía trabajar. Dormía en el coche por la falta de casa. Con hambre y desesperación le avisaron de la muerte de su madre.
No tenía para el entierro. Se le ocurrió buscar a un amigo de la infancia que sabía que podría ayudarlo. El chiquillo con el que jugaba en el Jardín Real Eterno era en esos años ya un prominente priista. Fue a buscar a Jesús Murillo Karam. Después de varios intentos dio con él y le pidió 2 mil pesos.
“Como siempre me saludó con un abrazo. Le pedí el dinero y luego luego me lo dio”.
Al recordar este episodio el taxista rompe en llanto. No son un par de lágrimas y nudo en la garganta. Es un llanto total.
“Nunca voy a terminar de agradecerle su ayuda”.