La chispa que encendió todo…
La noche del 2 julio fue una noche larga en Ucareo. Las campanas del templo de San Agustín aun no anunciaban la bendición nocturna cuando un tropel cruzó la plaza principal. Los jadeos de cinco hombres que punteaban la revuelta eran apagados por los gritos de la turba. Medio pueblo, armado con garrotes y guadañas, amenazaba con matarlos.
J. Jesús LemusLa noche del 2 julio fue una noche larga en Ucareo. Las campanas del templo de San Agustín aun no anunciaban la bendición nocturna cuando un tropel cruzó la plaza principal. Los jadeos de cinco hombres que punteaban la revuelta eran apagados por los gritos de la turba. Medio pueblo, armado con garrotes y guadañas, amenazaba con matarlos.
Los cinco que corrían era los mismos que desde hacía casi un año mantenían atemorizada a la población. Se decían miembros del cártel de Los Caballeros Templarios y se apersonaban en los comercios locales para cobrar una cuota “por servicios de protección”. No era raro verlos en las puertas de algunos domicilios cobrando la cuota que evitara un secuestro.
Ucareo es una localidad del Michoacán, en el municipio de Zinapécuaro, ubicada a 77 kilómetros de la capital del estado. Tiene una población de apenas 2 mil 500 habitantes, quienes desde hace un año habían estado denunciado actos de extorsión por parte de una célula criminal que se había apoderado de sus vidas. El gobierno estatal nunca escuchó los reclamos.
Sin imaginar el hartazgo de la gente ni el desenlace de sus actos, horas antes de ser perseguidos, los cinco que mantenían azolada la población de Ucareo departían en la plaza principal con alegres risas y paletas. Eran las cinco de la tarde –porque a esa hora había terminado la misa en honor a San Martiniano- cuando las mujeres que los reconocían apretaban el paso y se escapaban de su vista.
Nunca les habían visto juntos. Era la primera vez que plena luz del día, en actitud provocadora, aquella célula criminal se apersonaba frente a la población. Del miedo, la gente pasó al coraje. Hubo llamadas a la Policía Estatal y a las Fuerzas Federales para denunciar la presencia de un grupo de secuestradores en la plaza principal de Ucareo. El silencio oficial avivó el sentimiento de venganza.
La noche comenzó a caer, como solo cae en Michoacán: lenta y con la sospecha del miedo asomando por las rendijas de puertas y ventanas. Todo Ucareo fue solo un ojo que no dejaba de ver hacia la plaza principal. Los cinco hombres, unos ataviados con ropa deportiva y otros con calzado de vestir, no dejaban de impregnar el aire nocturno con sus risas. En el portal se comenzó a acumular el coraje.
Poco a poco, al filo de las ocho de la noche, se fueron concentrando algunos vecinos. A todos los movió el deseo de la venganza. Nadie sabe quién convocó, pero todos los ojos que atisbaban los movimientos de sus victimarios siguieron el imán en que se convirtió el grupo de hombres amenazados en sus familias y sus propiedades. Hubo una nueva llamada a la Policía Estatal para denunciar la presencia de la célula criminal. La respuesta fue la de siempre. Ninguna.
Los vecinos de Ucareo dieron un ultimátum: si en media hora no llegaban elementos de la Policía para la detención de sus victimarios, ellos harían justicia por sus propias manos. En el gobierno estatal no le creyó. Eso fue lo que terminó por incendiar la turba. Al grito de “¡¡sobre ellos!!” el tropel se abalanzó.
Faltaban unos cuantos minutos para las nueve de la noche cuando los cinco extorsionadores miraron a la masa convertida en un animal rabioso. Sacaron sus armas y hubo disparos. Desde el otro lado también hubo detonaciones, pero fueron más los garrotes y machetes que cortaron la llovizna que comenzaba a caer. Dio inicio la persecución.
Jadeantes, los cinco perseguidos dividieron su suerte; unos corrieron sobre la calle Hidalgo y otros dos doblaron para la calle Matamoros, uno más tropezaba sobre el empedrado de la calle Abasolo. Como si fuera un solo ente, la masa se dividió. Las pisadas de perseguidores y perseguidos sobre las piedras mojadas mantuvieron en vilo a las mujeres que se quedaron en sus casas con las puertas remachadas.
Antes de la media noche fueron detenidos dos de los cinco secuestradores. Los llevaron a la plaza principal. Allí los amarraron. Los patearon en el suelo y los dieron de palos en la espalda. Les preguntaron por su datos. Apenas balbuceaban sus nombres. A veces decían que se llaman de un modo y a veces que se llaman de otro. Los hombres que organizaron aquella detención se percataron la presencia de niños que habían llegado a la plaza. Les dijeron que se fueran.
De nueva cuenta, casi a la una de la mañana, se hizo una llamada a la Policía Estatal de Michoacán para avisar de la detención de dos secuestradores. El oficial de turno hizo lo suyo: turnó la llamada a la superioridad y esta se diluyó en el mando policial. La llamada Fuerza Ciudadana dijo que se haría presente en el lugar.
Luego de casi dos horas de esperar la presencia de la Policía Estatal, los organizadores de la revuelta, bulléndose entre el calor del coraje y el helado desdén de la autoridad estatal, decidieron llevarse a los dos detenidos a un lugar fuera de la plaza principal de Ucareo. Hubo voces que pedían un fusilamiento en ese mismo lugar. Alguien tuvo la mesura de ser discreto con el linchamiento.
Los dos detenidos –que fueron reconocidos luego como policías preventivos del Estado de México- fueron llevados a un lote baldío. Fueron hincados. Los interrogaron, pero los golpes y el frío no los dejaron hablar, al menos no como querían algunos pobladores de Ucareo. Querían que dijeran a dónde se habían ido los otros tres que estaban en la plaza. Solo silencio y algunos gritos de dolor por los palos en la espalda fue la respuesta que escucharon los enardecidos pobladores.
Aun no clareaba bien el día cuando alguien les atravesó un lazo en el cuello. Hubo voces que pedían llevarlos de nuevo a la plaza principal para azotarlos públicamente, en presencia de los periodistas. Algunos de los presentes pedían una troca para arrastrarlos por todo pueblo. Otro tuvo una mejor idea: colgarlos y exhibirlos públicamente para escarmiento de los delincuentes.
Los llevaron hasta el puente que cruza sobre la autopista México-Morelia, a la altura del kilómetro 190. Los ataron de manos y pies. Les aseguraron sendos lazos sobre el cuello y los arrojaron al vacío. Desde el puente les dispararon a los dos cuerpos que dieron los últimos estertores ante la soñolienta mirada de algunos conductores que pasaban por la carretera y dieron aviso en la caseta de Zinapécuaro sobre la macabra escena.
Dos horas después, casi al filo de las nueve de la mañana, se hizo presente una patrulla de la Policía Estatal. La misma Policía de la que se requería su presencia en Ucareo desde hacía más de un año solo confirmó el deceso de dos personas. Para el gobierno estatal fue un acto de violencia común y se ordenaron las pesquisas: la Policía Estatal actuó en forma emergente. Ocho horas después, el Ministerio Público había dado con la detención de tres personas acusadas del homicidio de los dos policías preventivos del Estado de México.
Surgen autodefensas en Ucareo
En Ucareo, mientras un linchamiento estaba en curso, se acarició la idea de crear un grupo de autodefensas. Los alentó el anuncio emitido por los medios de comunicación horas antes, en donde se hablaba de la inminente libertad del doctor José Manuel Mireles. Esa fue la única salida que ellos vieron para salvarse a sí mismos del crimen organizado que los venía asfixiando.
El grupo de autodefensa de Ucareo, anunciado en redes sociales por el que fuera alcalde de Tepalcatepec, Guillermo Valencia Reyes, armados solo con palos y machetes, sin armas de fuego a la vista, instaló una barricada a la entrada del pueblo. Su intención es evitar la presencia del crimen organizado en esa localidad.
“Se organizó el pueblo, se unió, para rebelarse en contra de los atropellos, de las injusticias del crimen organizado y del crimen también institucionalizado, porque aquí son víctimas, no solamente de los criminales, sino también de la indiferencia del Mando Unificado”, reclamó.
No todo está bien en Michoacán, insistió Valencia Reyes, en clara alusión a la postura del gobernador Salvador Jara, quien insiste en que sus cifras le indican que todo está bien en este estado. En Michoacán hay descomposición, dijo el exalcalde.
“Este es el Michoacán que dejó Alfredo Castillo”, remarcó. El que no quieren reconocer las autoridades estatales, el que ha comenzado a cansar a la población civil, donde los grupos autodefensa siguen organizándose.
Nace otro grupo armado en Apatzingán
Con un comunicado de apenas 20 líneas a través de una cuenta de Facebook, se anunció el nacimiento de un nuevo grupo armado en la zona de Apatzingán. Se autodenomina Los Blancos de Troya, entre líneas deja ver su afinidad por el movimiento de los grupos de autodefensa, a los que reconocen como “hermanos kesiguen kon la camisa blanca (sic)”.
Con intencionadas faltas de ortografía y sintaxis, el grupo Los Blancos de Troya se dice dispuesto a emprender una defensa de su territorio frente a todos aquellos que intenten llegar a “pasarse de listo”, aunque advierten que en ningún momento su intención es “alinear” a nadie, sí se dicen dispuestos a mantener un Apatzingán libre de cuotas, impuestos y secuestradores.
En la fotografía que expone en su muro de Facebook, donde se observa a cinco hombres fuertemente armados y parapetados, se pueden apreciar dos lanzacohetes y un fusil de grueso calibre. También destaca la vestimenta de los integrantes de ese grupo que es el mismo uniforme con el que saltaron a la guerra los grupos de autodefensa: jean y camiseta blanca.
En el comunicado de su nacimiento, el grupo Los Blancos de Troya recriminan al Gobierno Federal haber dividido y separado a los grupos comunitarios de autodefensa, a la vez que insisten en la necesidad de entablar un diálogo de paz que permita designar áreas específicas de control a cada grupo armado, a fin de no continuar con el baño de sangre.