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Adán, Cirilo, Lucio, Mary, Francisco… son algunos de los pacientes del hospital Dr. Pedro López que han sido marginados del mundo ordinario. Relegados durante toda una vida. Confinados a un cautiverio de 40 hectáreas, en el cual tenían todo, excepto salud.
En 2010, el periodista y fotógrafo Arturo Bermúdez capturó los rostros desfigurados, los cuerpos mutilados y la realidad incómoda de este lugar ubicado en el kilómetro 34.5 de la carretera federal México-Puebla, en Zoquiapan, Ixtapaluca. El reportaje se publicó en la revista Milenio Semanal pero pasó “sin pena ni gloria”, en palabras de Bermúdez, por lo que decidió editar su material fotográfico y presentarlo a manera de libro. La primera edición de “El último leprosario”, se imprimió en 2014. Bermúdez lanzó el proyecto de manera autogestiva.
En esta desgarradora mirada a través de la lente, se encuentra el desolador panorama de una realidad que yace en el exilio: Los leprosos. Olvidados por sus familias, que están al borde de fenecer tras una vida de castigo, atrapados en un cuerpo mutilado por el destino.
Pueblo enfermo
El hospital Dr. Pedro López nació en 1939, gracias al reclamo de Dolores Soto –enfermera y voluntaria en el tratamiento de enfermos de lepra– ante el presidente Lázaro Cárdenas. Hasta ese entonces, no existía ningún centro de salud que pudiera dar tratamiento puntual a los enfermos portadores del bacilo de Hansen. Cárdenas accedió al pedimento cuando Dolores realizó plantón en el Zócalo de la Ciudad de México para exigir la donación de un terreno.
“(…) entonces el presidente Lázaro Cárdenas les dona el casco de una hacienda que él tenía en Ixtapaluca, Estado de México”, recuerda el fotógrafo. Es ahí, en la zona de Zoquiapan, donde se erigió un lazareto.
“Era un pueblo productivo, porque Lázaro Cárdenas los dotó de una pequeña casa cuando eran familias, y les donó de un pedazo de tierra en los cuales ellos cultivaban”, ahonda Bermúdez. En esta población de autoconsumo también se tenía ganado, e inclusive varios productos agrícolas llegaron a ser consumidos fuera de las instalaciones, sin saber que venía del leprosario. Además, había teatro, casino, campos de futbol y beisbol, ciclopista y hasta cárcel, para quienes cometían faltas administrativas. El director del hospital en turno fungía también como alcaide del centro de detención.
“(…) Algunos soldados que estaban destacamentados en las zonas que tenían mucho mayor contagio de lepra los mandaban ahí, pero ellos llegaron con esta cuestión de elaborar alcohol con el maíz y plantar mariguana”, platicó el periodista.
Víctimas del olvido
Al llegar al hospital, Arturo Bermúdez se topó con 13 personas confinadas, solo siete le permitieron ser fotografiadas.
“Si te fijas, en muchas de las imágenes no hay alguien como tal ayudándolos, y es que eso también era parte del libro, de mostrar cómo es que ellos han vivido a pesar de estar en un lugar que tiene médicos, tiene enfermeros, han estado en completo abandono y los ves así a muchos de ellos, viviendo su soledad”, detalla.
La mayoría de los pacientes fueron abandonados a su suerte desde pequeños en el leprosario, otros internos pudieron tener hijos sin ser afectados por la enfermedad, pero los críos se fueron sin volver.
Tal es el ejemplo de Fernando Cañas, quien fue internado por sus tías en 1942 cuando tenía apenas ocho años. Jamás volvió a saber de ellas, en 2014 murió a causa de un coma diabético sin parientes reconocidos.
“Era vivir con ellos completamente su día a día”, añadió Bermúdez, quien en cada visita procuraba llevarles jabón, papel higiénico y demás enseres para su aseo personal.
Castigo de Dios
Durante años, la lepra fue considerada como un castigo divino, y fue justamente eso lo que marcó la fe de Bermúdez en el transcurso de los tres años que pasó junto a los pacientes del leprosario.
“Era algo que yo ya portaba, pero no creo que tenía como el cimiento fuerte de lo que significaba el amor de Cristo y fue ahí en el leprosario donde te puedo decir que mi fe sentó cimientos profundos”, detalla.
En las páginas de la obra fotográfica hay fuertes remanentes religiosos en casi todos los retratados: Mary Cárdenas Rosales adorna sus paredes con cuadros de santos, Cristo y la virgen de Guadalupe, Francisco Zaragoza, en el único retrato infraganti que aparece en la publicación tiene un estandarte de la virgen de Guadalupe y una pintura de la virgen María.
Humberto Arellanes “El Negro”, tenía una práctica particular. Todos los días a las 12 del mediodía hacía sonar las campanas de la capilla del nosocomio aunque no hubiese misa y acudía a orar al altar de la virgen de Guadalupe, falleció el 26 de abril del 2014 a la edad de 50 años.
A blanco y negro
Las imágenes de Bermúdez están cargadas de claroscuros monocromáticos, para él era imprescindible usar esta ausencia del color en las fotografías para marcar el tiempo desvanecido en la modernidad.
“Creo que de alguna otra manera, con el blanco y negro das más el tratamiento no a la persona sino al interior, al alma de la persona”, expresa el portador de la lente.
El fotoreportero asegura que para él era importante dar un testimonio fiel de cómo es que el lugar se iba consumiendo de la misma manera en como los cuerpos de ellos también fueron consumidos por la enfermedad.
A lo largo de tres años, Bermúdez acudió mínimo una vez por mes, a veces estando una jornada laboral completa.
“En ocasiones, te voy a ser sincero, había días que ni siquiera sacaba la cámara, me dedicaba a contemplar, a entender las historias de vida de ellos”.