Deportados, ¿al infierno?

Donald Trump, el nuevo presidente de Estados Unidos, ha amenazado con deportar a millones de indocumentados al país. ¿Qué futuro les puede esperar a estos hombres y mujeres en México?

Ya hoy, cientos de personas que han sido deportadas de la Unión Americana viven en situación de calle en ciudades de la frontera, lo que habla de la incapacidad para ofrecerles mejores oportunidades.

Imelda García Imelda García Publicado el
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+270 mil personas
fueron expulsadas de EU por el estado de Baja California, de 2013 al 2016
Muchos deportados optan por vivir en las calles esperando que algún familiar los apoye con dinero para intentar volver a pasar a Estados Unidos
"Muchos de ellos no pueden hablar español correctamente y se van marginando. (…) terminan en un suicidio muy lento, que es el alcoholismo o el uso de drogas”
Hugo Castrocoordinador en Tijuana de la organización Ángeles de la Frontera

Donald Trump, el nuevo presidente de Estados Unidos, ha amenazado con deportar a millones de indocumentados al país. ¿Qué futuro les puede esperar a estos hombres y mujeres en México?

Ya hoy, cientos de personas que han sido deportadas de la Unión Americana viven en situación de calle en ciudades de la frontera, lo que habla de la incapacidad para ofrecerles mejores oportunidades.

Tan solo en Tijuana, la ciudad que alberga la frontera más transitada del mundo, decenas de deportados viven en la canalización del río Tijuana, un afluente encementado que cruza la ciudad.

Debajo de los puentes, estos hombres viven afectados por su adicción a las drogas y sin una oportunidad para encontrar un empleo.

“El reto es el de los deportados. Y esto porque no ha habido un plan, no ha habido un interés genuino de parte del gobierno para proveer de lo que es necesario. Lo que se necesita es un programa de integración, un programa completo.

“Muchos de ellos no pueden hablar español correctamente y se van marginando; sufren algunos de ellos opresión policiaca. Se van marginando tanto que terminan en un suicidio muy lento, que es el alcoholismo o el uso de drogas”, afirmó Hugo Castro, coordinador en Tijuana de la organización Ángeles de la Frontera.

Aunque en algún momento contribuyeron a la economía de sus familias y del país enviando remesas mientras trabajaban en EU –las remesas son la primer entrada de dinero de México-, una vez que son expulsados de Norteamérica no reciben apoyo alguno de las autoridades mexicanas y, peor aún, son tratados como delincuentes. Tan solo en el segundo periodo de gobierno de Barack Obama, que comenzó en el 2013, fueron deportadas a México más de 988 mil personas, según cifras de la Unidad de Política Migratoria de la Secretaría de Gobernación.

Muchos de ellos fueron deportados por cometer alguna falta civil; otros, al haber sido capturados en una redada; y otros por haber cometido algún delito en Estados Unidos. Hay a quien incluso esto le costó perder su residencia legal.

La amenaza de Trump ya prendió las alarmas en las iglesias, los albergues y casas de apoyo a migrantes en todas las ciudades fronterizas, pues se espera que a la brevedad comenzarán a arribar más y más connacionales deportados al país.

Choque de mundos

El impacto económico, emocional y cultural que sufre una persona deportada es difícil de imaginar.

Además del temor de ser procesado por las autoridades estadounidenses, quienes caen en manos del Servicio de Inmigración y Control de Aduanas de EU (ICE, por sus siglas en inglés) se enfrentan a la pérdida de su empleo, su casa, su auto y todos sus bienes; y por si fuera poco, muchas veces, a la separación familiar.

Una vez que pisan suelo mexicano, los deportados llegan a un mundo distinto al que conocen. Después de haber vivido 10, 20 o 30 años en la Unión Americana, llegar a su tierra de nacimiento puede ser abrumador.

“No tienen los medios y las formas, no entienden los protocolos, las instancias de poder; el choque cultural es tan fuerte que no pueden lograr obtener un trabajo”, refiere Hugo Castro, de Ángeles de la Frontera.

Aunque hay algunos albergues liderados principalmente por miembros de iglesias de distintas denominaciones, en ellos solo se les da techo y comida por unos cuantos días.

A través de esos refugios también se puede acceder a un apoyo gubernamental para que quienes deciden regresar a su tierra de origen, puedan comprar un pasaje de autobús y viajen de vuelta.

Sin embargo, ninguna autoridad tiene un programa que les permita apoyarlos unas semanas con manutención o en la búsqueda de un empleo. La ayuda se limita a tenerlos tres días en los albergues y, después, a la calle.

“Creo que en eso ha fallado el gobierno de México. En darles programas de incorporación. Estamos planeando desde hace tiempo, pero no hemos tenido el apoyo del gobierno, de crear una agencia de colocación privada, como las que hay y que se quedan con un porcentaje; pero nosotros, ese porcentaje, queremos guardárselos en una cuenta de ahorro para ayudarles en la transición de un albergue hacia su nueva casa. Que vuelen con sus propias alas.

“No es solamente de ofrecer un albergue temporal y un poco de comida. Es ofrecer oportunidades, y más en su propio país”, sostiene Castro.

Hay quienes regresan a sus lugares de origen, pero también quienes deciden quedarse en la frontera con la esperanza de estar un poco más cerca de sus familiares que se quedaron en Estados Unidos.

Otros, ya abandonados a su suerte, viven en situación de calle y caen en la drogadicción o el alcoholismo, ganando el rechazo de la comunidad donde permanecen y siendo acosados por la propia policía.

En Tijuana, por ejemplo, es común que policías municipales suban a sus patrullas y arresten a quienes deambulen por las calles con el solo pretexto de no tener una identificación consigo o para obtener información sobre quiénes son narcomenudistas en la zona.

“Las autoridades (mexicanas) se justifican y dicen: ‘Ese es un criminal’ (…). Muchos de ellos terminan tres años en prisión en Estados Unidos por la entrada ilegal, son deportados y en México se les trata como criminales”, lamenta Castro.

El infierno del río

La canalización del río Tijuana es una herida abierta en esa ciudad. Un canal encementado, al aire libre, que más bien parece sacado de una película de ciencia ficción.

Desde adentro, el panorama es desolador. Solo se ve el cemento que termina donde comienza el cielo. Túneles oscuros de donde salen personas, puentes que albergan las pocas pertenencias de quienes han hecho de ese canal su hogar.

Debajo de uno de los puentes que atraviesa el río Tijuana vive Mario Alberto Ramírez, un hombre de 45 años que desde hace uno vive en ese lugar.

Mario fue deportado hace dos años por manejar en estado de ebriedad. Llevaba ya varios años viviendo en Estados Unidos y, cuando lo lanzaron a México, perdió todo.

Una vez que llegó a Tijuana, Mario empezó a trabajar en una fábrica, pero la persona que le daba asilo se fue de la ciudad. Se quedó sin casa y sin posibilidad de pagar una. Se fue entonces a vivir al río, donde empezó a consumir heroína.

Hace unos meses, Mario pensó seriamente en quitarse la vida. Su adicción, la desesperanza y el acoso de la Policía Municipal –que lo detenía arbitrariamente con frecuencia- era tal, que prefería morir.

“La verdad yo ya me quería matar, ya me quería ahorcar. Cada vez que salgo, me agarran. (…).

“El coraje que me da es que no te dan de comer, y aventarte 36 horas y luego otras 24, y sin comer, no pues no”, dice.

Mario lamenta que en Tijuana se dé apoyo multitudinario a los migrantes extranjeros, como con los haitianos que permanecen en los albergues durante meses, mientras a los propios mexicanos se les tenga en condiciones deplorables.

A dos kilómetros de ese puente vive Luis Manuel Flores, de 39 años que desde hace seis años vive en el río encementado de la ciudad fronteriza.

Consiguió trabajo en EU y formó una familia, tuvo dos hijas. Vivió en Los Ángeles 14 años hasta que cayó detenido por los agentes de migración.

Al llegar a Tijuana, Luis Manuel comenzó a trabajar en una estética. Pero el abandono de su familia que se negó a enviarle dinero para regresar, y la poca paga que recibía en México y no le permitía apoyar a sus hijas, hizo que cayera en depresión y comenzó a consumir drogas.

Luis Manuel es originario de Michoacán a donde intentó volver una vez, pero se regresó a Tijuana porque los grupos criminales quisieron obligarlo a que formara parte de sus filas.

Lleva ya seis años viviendo en la canalización del río, donde una vez estuvo a punto de morir porque una alcantarilla en la que dormía se derrumbó en un mes de mucha lluvia.

Otro accidente también estuvo a punto de cobrarle la vida, cuando fue atropellado y se le fracturó una pierna. En el Hospital General no quisieron atenderlo.

“No me quisieron atender porque no tengo familiares, no tengo Seguro Popular. Como el perro, para afuera. Hay compañeros que han muerto por eso”, lamenta.

Quien lo ayudó a salir cuando se derrumbó la alcantarilla es Juan Manuel Sánchez, un hombre de 35 años, originario de Guadalajara. Es adicto a la heroína.

Desde hace cuatro años, Juan Manuel vive en el río Tijuana.

Intentó pasar siete veces a la Unión Americana, y las siete veces fue detenido por agentes de migración. Juan Manuel solo lograba estar en Estados Unidos tres, cuatro y hasta cinco meses.

“He intentado pasar un chingo de veces, pero el tiempo que he estado allá no corrí con buena suerte (…) Hay otros que tienen suerte, que venden drogas y eso, y siguen estando allá. Yo no”, lamenta.

Con una hija de 12 años que vive con su esposa y sus padres en Guadalajara, Jalisco, Juan Manuel decidió dejar de intentar pasar hace cuatro años. Desesperado porque no conseguía trabajo y no quería regresar a su casa, cayó en el consumo de drogas.

Juan Manuel ve que el gobierno mexicano no tendrá la capacidad de atender a todos los deportados que lleguen a México en los próximos meses. Deberá responder, eso sí, porque esta es su tierra.

“De todos modos, cuando llegamos, nos tiene que aguantar. Somos mexicanos, ¿no?”.

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