Jesús Manuel sonríe desde que despierta. El gesto no se le borra del rostro ni aunque sabe que son las 6:00 de la mañana y debe levantarse. La puntualidad es crucial. A las 6:45 am es momento de la oración y a las 7:10 am debe encaminar sus pies ligeros hasta Norogachi, al aula donde tomará clases en español y rarámuri, la lengua heredada por sus padres y abuelos.
A su corta edad conoce muy bien la sensación del frío que muerde en esta época del año en Norogachi, una comunidad ubicada en el corazón de la Sierra Tarahumara. Aunque sus pequeñas manos evidencian las inclemencias del clima, él parece darle poca importancia, pues basta con ponerse una chamarra café y después la mochila para salir corriendo al encuentro de sus otros amigos en los pasillos del Internado Indígena Nuestra Señora de Guadalupe.
Durante las siguientes horas comparte el aula con otros niños y escucha con atención a las hermanas, a veces enfoca la mirada en el pizarrón, pero si algo le llama la atención afuera no pierde oportunidad de echar un vistazo.
Las materias relacionadas “con los números”, como suele llamarlas Jesús Manuel, son las que más se le dificultan. Juega con el lápiz mientras intenta comprender los problemas que anotó en su cuaderno y al cabo de un rato encuentra la solución. Sonríe en silencio como si quisiera mantener en secreto su descubrimiento.
Cuando el frío deja de calar y el sol está por encima de su cabeza sabe que falta poco para salir. A la 1:30 pm guarda sus pertenencias y se dirige hacia el comedor donde se encontrará con un festín de colores por los vestidos de las niñas que también encontraron un refugio en el internado.
Durante el resto de la tarde acude a talleres y otras actividades, después es momento de ejercitar el cuerpo en la clase de deportes. A las 7:30 pm regresa al comedor a tomar su cena, el cansancio de ese lunes lo comienza a vencer.
Una hora y media después, Norogachi está cubierto por el manto estelar y los pies cansados de Jesús Manuel se encaminan a su último destino en el día: su cama. Ahí, antes de cerrar los ojos recuerda la emoción que le provocó el haber resuelto el problema de matemáticas y sonríe.
Los guardianes de la sierra se educan en Norogachi
La misión de la hermana Benita es muy clara: inculcar la educación en los niños y ayudarles a que sus acciones les permitan tener una mejor vida para ellos y sus familias.
En la actualidad, el internado alberga a más de 145 niñas y niños provenientes de 30 rancherías de la Tarahumara. Este espacio se convierte en un hogar para los pequeños durante casi toda la semana. Aquí reciben un poco de comida y toman clases de nivel básico, además de que aprenden en talleres.
Por tradición, a las niñas se les enseñan labores relacionadas con el hogar, tales como la preparación de alimentos, limpieza, bordado y tejido, mientras que a ellos les muestran cómo tallar la madera para que puedan hacer sus propias piezas.
“Nuestro deseo es que el día de mañana puedan ser personas de bien con una dignidad y con valores para que los transmitan a su comunidad”, comparte la hermana Benita Alonso de la Congregación de Siervas del Sagrado Corazón de Jesús y de los Pobres, quien desde hace unos meses tomó el puesto como directora general del Internado Marista en Norogachi. No obstante, conoce muy bien el lugar
En 1994, Alonso llegó a la comunidad y en 2010 regresó de nueva cuenta prestando su servicio como responsable de las niñas. Durante todos estos años ha visto cómo se ha transformado la región en varios sentidos: social, cultural y hasta político.
Para ella, uno de los mayores problemas a los que se enfrentan las familias de la Tarahumara en este momento es a la falta de oportunidades laborales. Esto obliga a los padres o a los hijos mayores a salir de las comunidades, pues con la llegada de las heladas la comida es mucho más escasa y los problemas de salud se agravan.
Al momento de que mamá o papá salen de casa a buscar trabajo los más pequeños del hogar se quedan al cuidado de los abuelos, sin embargo, en muchas de las ocasiones pasan hambre y frío, sobre todo en la noche cuando las temperaturas descienden hasta los menos seis grados.
En otro lado del internado se puede ver a Celestino Villa Ayala, sacerdote diocesano de la Sierra Tarahumara. Su semblante transmite tranquilidad y esta es percibida por las niñas y niños que llegan a él corriendo para saludarlo o abrazarlo.
Mientras recorre los pasillos comparte que otro de los problemas que complican el desarrollo de la Tarahuamara es la violencia, pues con el paso del tiempo grupos delictivos han contaminado la esencia de las comunidades.
A pesar de la situación, la fe del sacerdote está depositada en que las niñas y niños que están educando en este lugar cuando crezcan se conviertan en personas que puedan retribuir un poco de lo que se les dio cuando eran pequeños.